“Stand-Up”, por Gonzalo González Carrascal.

Gonzalo González Carrascal.

Gonzalo González Carrascal · @Gonzalo_Glezcar.
“¿Es el enemigo?”. Su mirada vidriosa devuelve un brillo opacado a la cámara. Pertrechado de un depurado repertorio y estudiada gestualidad, el viejo cómico -fiel a su estilo- permanece impasible, auricular en mano. Consciente del rigor que el acto interpretativo exige, su mente se dispone a atravesar -una vez más- el siempre arriesgado trance que la declamación de todo texto de ambigua intencionalidad entraña. De todo relato concienzudamente tramado, donde nada de todo cuanto es dicho resulta inocente. Y cuyo éxito -no de aprobación y acogida sino de alcance en su comprensión- jamás acaba de ser adecuadamente calibrado durante el postrero instante en que de la penumbra surge ante sí el estruendoso rugido del público. Sabiéndose escuchado -aun no necesariamente comprendido- bajo el ensordecedor aplauso, abandona la escena. Fundiéndose en la obscuridad.

Mal fusilado y armado únicamente de su ingenio -urdidor de certeras farsas formuladas desde el burlesco candor de lo ingenuo- tuvo el arrojo inherente a todo aquél que inicia un camino propio en un tiempo que le es ajeno. De aquél que sólo provisto de sí carga solo contra todo. Actor único de sus propias obras, consolidó un honesto humorismo gráfico y escénico -crítico y disidente- frente al que institución social alguna pudo acaso salir indemne. Zarandeadas. Todas. Por la mueca insinuada tras un sutil disloque del relato. El mohín impertinente como respuesta desairada en una fingida conversación telefónica. La burla velada en un silencio.

La asunción del ambiente censor de la época hizo de él un autor e intérprete sutil, que impregnó sus textos de la consistente comicidad atemporal de aquél que sugiere sin mostrar. O mejor dicho, de aquél que sugiere sin enfatizar. Librándonos de la tan tristemente habitual explicitud obscena, propia y sólo apta para necios. Dejando al espectador juzgar el alcance de lo que está viéndose presenciar. Así como de qué es aquello de lo que el autor ha logrado hacerle reír. El alcance del significado que esa risa tiene. Y el modo en que éste le atañe. Evidenciando la mezquindad humana. El cainismo bullente en nuestra sangre. El vacío ontológico de toda convención social. La arbitrariedad fundante de toda institución. Y su puesta en cuestión. Nada más cáustico que el humor. Nada más subversivo que el talento.

Coronado de boina o casco. Embutido en su sempiterna camisa roja. Este anárquico Garibaldi español en contacto telefónico con las Musas, cumple cien años. Tiempo que palidece frente a esa prometida eternidad que debería ofrecerse en recuerdo de aquél que logra cristalizar en su obra la indómita rebeldía de quien elegantemente se aviene y se burla a un tiempo de la sociedad a la que pertenece. De quien, seguro de saberse conocedor del lugar donde enraízan las miserias de nuestro ruedo ibérico, ha entendido el humor como modo de exorcizar sus propios fantasmas. Mostrándonos el horror y el ridículo bajo amistosa máscara. La que escupe  un flujo discursivo prodigiosamente pergeñado a partir del dominio de la más refinada herramienta que nos ha sido legada en el decurso del tiempo. Nuestra lengua. Dibujándonos lúcidamente con ella una descarada radiografía al óleo de nuestro inquietante y trágico interior.

Testimonio del serio esfuerzo que supone hacer de la broma un baluarte de la libertad de pensamiento, su figura se alza -centenaria ya- ante un mudado horizonte de aquél del que surgiese. Si bien diferente, siempre cargado de la desasosegante amenaza de portar el aquiescente sometimiento a una visión única bajo las multiformes apariencias discursivas políticamente correctas que toda forma de régimen puede consolidar e imponer. Lo que -bien pudo él saber- no es ningún chiste. Frente a ese riesgo, siempre latente, Gila se yergue humilde y atrevido. Guasón y desafiante. “Si no sabe aguantar una broma, márchese del pueblo”.

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