“Crack”, por Gonzalo González Carrascal.

Gonzalo González Carrascal.

Gonzalo González Carrascal · @Gonzalo­_Glezcar.
Sin melaza ni aditamento. «Que se joda el lector medio». Lapidario principio rector e insobornable criterio de verosimilitud para una obra. Con tal ánimo, y el culo pelado tras años de periodismo en la sección de sucesos, David Simon pergeñó el guión de la –y esto es innegociable- mejor serie de televisión de todos los tiempos. Encumbrando el, hasta entonces, formato de entretenimiento comercial por excelencia a la cima del más elaborado y reflexivo intento por glosar un tiempo. El nuestro. Enlatándolo en sesenta perfectas horas de gozosa emisión.

Pasados quince años ya del pase de su último episodio, el vigor del envite de The Wire reverbera inmarcesible. Aguijoneando la consciencia del aburguesado espectador, adormecida en la placidez de la indiferencia por cuanto no quede contenido en el miope encuadre de su mundo. Haciéndole removerse incómodo en el sofá, frente a la pantalla del receptor, al sacarle de la anestésica visión afirmativa y conciliadora a la que –supone- tiene derecho durante su instante reglado de tregua con la vida al que llama ocio.

Surgida al calor del cambio de paradigma comercial auspiciado por el mercado de la televisión por cable durante los albores del nuevo milenio –donde, sin anunciantes, el producto es la programación misma-, la serie propuso el resquebrajamiento de todas las convenciones narrativas establecidas hasta la fecha para tal formato. Dotándola de un ritmo moroso. Un alcance insospechado. Una sutil y profunda intención. De esta forma, el texto logró hacerse metraje. Y habitó entre nosotros.

Su aparente pertenencia al género policíaco se desvela mero pretexto instrumental para vehicular el discurrir del espectador a través de los distintos estratos institucionales y socioeconómicos –formales o no, tanto da; interdependientes,  efectivos y por tanto reales- que troquelan la naturaleza de los individuos que pueblan esa enmarañada red acéntrica, multinodal y conformadora de todo cuanto en ella es. Baltimore. Ciudad cualquiera. Constructo más de la era del globalismo capitalista postindustrial.

Sobre el damero de su trazado urbano se desarrolla una partida sin claro propósito para la mayoría de sus moradores. Participantes -que se ignoran serlo- en un fatídico juego de dudosos principios e imposible final, en el que todas las piezas importan. Integrantes de una trama socioeconómica de la que dimana el papel que requiere ser por cada cual interpretado a fin de que ésta sea, y siga siendo, la que es. Con papeles ganadores y perdedores inherentes a su propia concepción y diseño. Y en los que cada uno de los integrantes va descubriéndose. Nos vamos descubriendo.

Porque The Wire no habla sino a uno de uno. De la imperiosa necesidad de saberse ubicado en el contexto en que se es, como única posibilidad abierta a la acción. A la resistencia frente a las aceptadas injusticias inherentes a la realidad estructural que nos aloja. Una incitante invitación a la evasión de la simplista -y muy conveniente- narrativa individualista que, orientada al consumo autosatisfaciente y al desmantelamiento del ciudadano como sujeto político, envuelve como un sudario nuestras mentes.

Así, la serie se erige como un elaboradísimo artefacto narrativo orientado a modificar la percepción distorsionada del sujeto sometido al relato umbilicéntrico impuesto. Comunmente habitado. Una pieza de precisión destinada a ensanchar el horizonte mental del espectador. A profundizar en su reflexión e implicación en el debate público frente a la fatídica y sempiterna reproducción de todos los males y errores que, como sociedad, nos aquejan. A incomodar.

«La ciudad está peor que cuando llegué. ¿Qué dice eso de mí, de mi vida?». Pregunta el autor, haciéndoselo rumiar para sí al Mayor Colvin. Apelando así a la reflexión adulta de la audiencia. Al sentido del deber público que la noción de la realidad social – irónicamente mostrada en la ficción por él creada- propicia.

Porque, no son sólo las pobres almas en pena que deambulan en busca de un chute por las inmediaciones de las Casas Bajas de West Baltimore las presas abúlicas de un sistema. Vidas ausentes, inmersas en tragedias sin héroe, aun cuando con heroína. Lo son, igualmente, todos los que ignoran -o desean ignorar- su condición compartida con la sociedad a la que pertenecen. Inhibiendo su compromiso. Olvidando su corresponsabilidad en ella. Negando su parte en el juego. Lotófagos.

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