Hace ahora un siglo (16)

Por Eusebio Lucía Olmos.
El empeoramiento de la vida de las clases humildes era palpable. No ya la de aquellos que carecían de trabajo, que eran cada vez más numerosos, sino incluso los que gozaban de ese privilegio veían cómo diariamente podían adquirir menos productos con las tres o cuatro pesetas de jornal que llevaban a sus casas. Aunque alguna modistilla, sobre todo si era guapa y con buena figura, tuvo la suerte de dejar la costura doméstica y comenzar a vestir los modelos parisinos de «La Villa de París», una de las casas de moda más afamadas de Madrid en la plaza de Antón Martín. Su propietario, don Antonio Ondategui, organizó en ella los primeros desfiles de moda que en la capital se celebraron.
Las nuevas costumbres y, fundamentalmente, la guerra europea, con la llegada masiva a las ciudades españolas de gentes adineradas huidas de los países en conflicto, habían supuesto también una importante transformación de las formas de vestir de hombres y mujeres, preludio de más radicales cambios. Como siempre, estas modificaciones eran inmediatamente admitidas por las clases pudientes, para ir siendo después trasmitidas lentamente a las más populares. De los elegantes roperos femeninos había ya desaparecido el polisón, sistema de muelles que a su vez había venido a sustituir al antiguo armazón del miriñaque, y que daba volumen a la parte posterior de la falda, comenzando ahora a desaparecer incluso los incómodos corsés, a la vez que estaba cambiando totalmente el concepto, tejidos empleados y diseño de la ropa interior. Las telas utilizadas tanto en ésta como en la exterior comenzaban a ser mucho más suaves y livianas, dando importancia a sus caídas, ya que los vestidos iban a entrar más directamente en contacto con la piel femenina, sin complicados artificios internos. Quizás los escotes fuesen ahora menos pronunciados en general que hasta entonces, pero sin embargo el largo de las faldas iba a ir disminuyendo poco a poco, por lo que las medias y los zapatos verían incrementada su importancia en la indumentaria de las damas que aceptasen los dictados de la moda.
Y todo ello se apreciaría mejor en los maniquís vivientes. Hacía ya algún tiempo que, cuando en las casas de modas de París se presentan colecciones de nuevos modelos, no se hacía vistiendo a los maniquíes de madera con ellos, y paseándose las clientas ante los mismos como si de la visita a un museo se tratase, sino siendo exhibidos por jóvenes costureras que los visten y pasean ante aquéllas, quienes los ven sentadas, invirtiéndose con ello las posiciones. El efecto es mucho más logrado, pues se evita la sensación de pasividad que resulta de ver el vestido simplemente puesto sobre el muñeco de madera en un escaparate o galería, para apreciar realmente la caída, la gracia y el movimiento que imprime una persona a la tela que la cubre; de tal modo que haga parecer que el vestido hubiera sido hecho expresamente para ella. El problema era encontrar modistas que supieran llevar los vestidos con la gracia y la elegancia necesarias, pues se hacía necesario incluso cambiarles muchos conceptos de su intimidad. Y es que no era solo la moda lo que estaba cambiando, sino que la sociedad entera vivía un histórico proceso de transformación, empezando por las mujeres que habían iniciado uno irreversible.
Los burdos tejidos y los ajustados corsés habían ido desapareciendo de los roperos femeninos, y ahora los vestidos se ceñían al cuerpo como si fueran una segunda piel, por lo que la ropa interior tenía también que adaptarse a tal circunstancia, modificando no sólo sus acabados y adornos, sino incluso los tejidos utilizados. Las espesas y almidonadas enaguas, por ejemplo, se habían convertido en los leves visos de raso o satén que caían bajo la falda, y que servían simplemente para que la tela de ésta no se pegase en exceso al cuerpo y no se trasparentase. Parecía que una mayor libertad quisiese llegar también a la vestimenta femenina. Las maneras de vestir los modelos por parte de las antiguas costureras, con distinción, gracia y elegancia influían decisivamente en que las clientas de «La villa de París» fueran cada día más numerosas, notándose en los sucesivos desfiles que celebraban en el Hotel Palace la necesidad de ampliar continuamente el número de sillones dedicados a las espectadoras. A pesar de que el trabajo de las modistas no consistía únicamente en hacer de maniquíes vivientes, pasando modelos mientras las clientas decidían su adquisición. Tenían también que realizar otros trabajos menos lucidos, como preparar los vestidos recibidos de Francia para estos desfiles – repasar y retocar sus acabados, probárselos la maniquí que los fuera a pasar, planchar y dar el toque final a los mismos antes de ser vestidos –, así como el resto de prendas y objetos necesarios, desde la moderna ropa interior, pasando por medias y zapatos hasta los sombreros, la bisutería y los complementos que ayudasen a resaltar la belleza del modelo de vestido ofrecido. Incluso confeccionar y coser algunos modelos de la propia firma que el propietario, buen conocedor del mercado nacional de la moda y basándose en los importados del país vecino, creía adecuar a los gustos de las españolas, siendo al mismo tiempo de precio bastante más asequible.
La verdad es que los resultados no podían ser mejores, pues «La Villa de París», desde que había introducido este nuevo tipo de exhibiciones, ampliaba su clientela cada día, a lo que colaboraba la buena situación económica de que disfrutaba la clase social de que se nutría aquélla. Ya en los desfiles, las señoritas maniquíes, por su parte, se limitaban a vestir de manera efímera aquellos maravillosos trajes que luego las compradoras usarían y lucirían en paseos y fiestas. Y era a veces difícil para sus jóvenes e ilusionadas cabezas escaparse del sueño de ser realmente las usuarias finales de aquellas prendas, en lugar de meras intérpretes de un papel que les había tocado representar, pues los modelos que tenían que exhibir no los iban a poder pasear nunca cuando los domingos salieran al Retiro o fuesen al teatro o a un cinematógrafo. Sin embargo, su habilidad con la aguja les permitía hacerse en sus escasos ratos libres algún que otro vestido con tejidos más modestos que los originales, pero siguiendo las líneas de moda que los famosos modistos imponían.
Las que mantenían su antigua conciencia social sabían que los de su clase se encontraban cada día con más dificultades para sobrevivir, ya que las diferencias entre el mundo que solía acudir a los desfiles y el de sus barrios eran cada vez mayores, aunque a ellas se les abriera un mundo desconocido. A los desfiles solían también acudir las clientas acompañadas por sus maridos, prometidos o simplemente acompañantes, varones en definitiva, con apariencia clara de ser quienes iban a abonar la factura de los vestidos elegidos. Algunos de ellos sólo tenían ojos para mirar a las acompañadas, estando continuamente pendientes de sus más leves comentarios a los vestidos exhibidos; pero otros, sin embargo, lo estaban también de las maniquíes, a quienes inundaban de miradas seductoras y a veces lascivas, sin que sus mujeres lo percibieran, llegando incluso a lanzar guiños de pretendida complicidad a las exhibidoras. Claro que también, en otros casos, se veía bien a las claras que el acompañante era un mero protector de la potencial clienta, a la que cubría de regalos en pago de sus carnales favores. Y era que la adinerada clase alta madrileña había crecido. Tanto los navieros vascos como los propietarios mineros asturianos, siderúrgicos o papeleros, o los hasta entonces modestos tenderos que hacían ahora respetables fortunas con el contrabando de legumbres, mantas o calzados pasados a Francia, acudían a Madrid a gastar a manos llenas el dinero que tan fácilmente ganaban, haciéndose acompañar de bellas mujeres que conocían en los modernos café-concerts que fueron inundando el centro de Madrid, como el Trianon Palace o el Kursaal, y con las que se exhibían en los patios de butacas o en los palcos del Apolo o del Gran Teatro. Sus mujeres – legales o no – se vestían siguiendo el dictado de las últimas tendencias de la moda y se enjoyaban hasta la exageración, haciendo ostentación de las inmejorables situaciones económicas de las que disfrutaban.
A la vez que aquellas escenas ocurrían en los medios burgueses adinerados, el Ayuntamiento de Madrid, con intención de mitigar la penosa situación económica de los cada vez mayor número de parados, había tenido que habilitar una serie de trabajos esporádicos que justificasen la percepción ocasional de un subsidio de dos pesetas diarias a aquellos. Pero eran muchísimos más los demandantes de aquellas tareas que las ofertas de éstas. Y la ironía del caso era que mientras en la capital los obreros en paro pedían trabajo, muchos gobernadores comunicaban al Ministerio que en sus provincias faltaban brazos para las labores agrícolas. Unos cinco mil madrileños acudieron a los almacenes municipales para reclamar el trabajo prometido. Tras la negativa recibida, los rechazados decidieron dirigirse silenciosos, con una bandera blanca al frente, al Ministerio de la Gobernación, delante del cual se concentrarían. Al llegar a la Puerta del Sol les cerraron el paso numerosas fuerzas de Seguridad que, al intentar los obreros seguir en su camino, repartieron sablazos a diestro y siniestro. Con las protestas de los agredidos se unieron a la manifestación múltiples trabajadores de las obras cercanas, tras lo que se produjo una carga brutal de las fuerzas, mientras muchos de aquellos llegaban por distintas calles a acceder a la plaza. Un oficial que salió del Ministerio mandó dar una carga de caballería que dejó bastantes heridos, ante lo cual el resto huyó despavorido por todas las arterias que allí accedían.
El grupo más numeroso fue perseguido por los jinetes calle de la Montera arriba hasta la Red de San Luis, quedando por las aceras muchos contusionados y heridos que hubieron de ser atendidos en la próxima Casa de Socorro, al tiempo que se efectuaban también numerosas detenciones. No obstante, los obreros consiguieron reagruparse y dirigirse al Ministerio de Estado, con objeto de esperar la salida de Romanones, al que sabían allí reunido. Avisada la Policía de la intención, ocupó la plaza de Santa Cruz, obligando a los manifestantes a ocupar la calle de Esparteros, que al mismo tiempo cerrarían por abajo con las fuerzas provenientes de Mayor, con lo que quedaron aquellos encerrados, siendo atacados aún con mayor dureza, cuando iban saliendo totalmente controlados hacia la Puerta del Sol. Fue la represión de tal calibre que a los grupos de manifestantes se unieron transeúntes indignados que arrojaron piedras contra el antiguo edificio de Correos.

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