“Estantigua”, por Gonzalo González Carrascal.

Gonzalo González Carrascal.

Gonzalo González Carrascal · @Gonzalo:Glezcar.
Cadencia morosa, corte clásico y un final a la altura de los más sugerentes de la historia del cine. Mimbres para un thriller sobrenatural antológico con el que un –hasta entonces- desconocido Shyamalan sacudió los cimientos de la escena mundial en las postrimerías del siglo XX. Su tesis, no por recurrente menos abismática. La incapacidad del sujeto de saberse quién es.

Limitación que a todos aqueja. Aferrados a rutinas y supuestos asumidos, portamos por hábito la imagen que de nosotros creemos tener. A veces arrastrándola. Con dignidad impostada. O patetismo. Sin nunca atisbar con plena certeza la consistencia de aquello que creemos ser.

A veces, sólo la perspectiva desplazada dada por un otro puede abrir el margen a la duda. Al extrañamiento. Extravío ante el propio y consabido papel. De no ser así, sólo resta el liviano fundamento de la inconsciencia propia como base del discurrir de una vida. Y para aquélla que se desenvuelve en el ámbito político… esto no resulta excepción, sino epítome. «¿Los ves a menudo?».

«Todos los días». Los presenciamos en los medios. Santa Compaña. Almas en pena. Subidas a sus perfiles de redes sociales, las fotos de sus rostros muestran la medida sonrisa –el rictus- de quienes pretendiendo construir la ficción sintética de una identidad pública llegan a creérsela. Interiorizando -a tal extremo- el precario papel que les fue asignado, que hacen de él el fundamento de lo que se piensan ser.

«Andando como personas normales». Aunque, en verdad, apartados de todas ellas por medio de la fingida cesura que delimita la concepción de sí frente al resto. Inmersos en el discurrir de días regidos por abigarradas agendas colmadas de reuniones, solemnes palabras ante enjambres de micrófonos y actos varios de partido. Tumultuoso discurrir de rostros circunstanciales, lugares y horas sólo fijados a través del criterio de actualidad de los medios.

«No se ven unos a otros». Tan sólo a sí mismos. Seres umbilicéntricos. Acostumbrados a medir el cariz del alcance de todo acontecer bajo el infantil prisma de una lógica -que su entorno más inmediato no contribuye sino a fijar- para la que el bien común es sólo una variable más a integrar en el álgebra que rige sus mentes. Sumidas en la incapacidad de concebir nada más elevado que la dimensión de sus egos. Sus apetitos. Sus limitados pensamientos.

«Sólo ven lo que quieren ver». Una realidad concebida a la medida de sus anhelos. Donde ni crítica ni encuesta demoscópica representa verdad alguna más allá de la lectura interesada que de ellas pretendan extraer. Filtrando cuanto sea. Procurando hacer ver lo que se desea. Interiorizando su propia ficción. Su propia mentira. Por medio de la grandilocuente fanfarria de declaraciones sin más entidad que la mera formulación vacía de sus deseos. De la ocultación de sus terrores. De sus miedos. Que su tiempo haya ya expirado. Que la oportunidad haya ya pasado. Que todo haya ya… haya ya… ay ay a…

«…No saben que están muertos». Insertos sus cuerpos en la maquínica dinámica institucional que les arrastra, se piensan aún políticamente vivos. Espectros ambulantes, sin destino, que apartan deliberadamente su mirada del aciago horizonte electoral que les sobreviene. Asidos a un tiempo que ya les fue arrebatado. A un presente que ya no les pertenece. A una sociedad que no les reconoce y para los que su presencia resulta ya inadvertida. Invisibles a pesar de sus desesperados esfuerzos por atraer la atención. Errantes… «En ocasiones veo muertos». A veces ni eso. El sexto es el menos común de los sentidos.

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