Aunque nos parezca extraño, el 1 de enero no siempre ha sido el comienzo del año. En la Antigüedad, el Año Nuevo comenzaba el 1 de marzo, el mes en que se produce el solsticio de primavera. Esto era algo sólo conocido en el hemisferio norte, donde más había prosperado la civilización.
Sin embargo, fue en la antigua Roma donde se produjo el primer cambio, que a la postre fue el definitivo. En el undécimo mes del año era cuando los cónsules asumían el gobierno.
Dirán ustedes: “eso es noviembre”. No. Era enero ya que, como venimos diciendo, en la Antigüedad, el Año Nuevo daba comienzo en marzo. Por tanto, enero era el undécimo mes.
Fue Julio César en el año 47 a.C. quien modificó el sistema, creando el calendario juliano y haciendo que el primer mes del año pasara a ser enero. A su vez, los romanos dedicaron el primer día a Janos, el dios “de las entradas, y los comienzos”.
El dios Janos tenía dos caras, “una que miraba adelante y una que miraba atrás”. Posteriormente, el cónsul Marco Antonio hizo algunas modificaciones en 44 a.C., reformas que continuó el emperador Augusto César en 8 a.C.
Luego, el papa Gregorio XIII, en 1582 terminó de configurar el calendario, el que prevalece hoy día y que sigue con los significados religiosos de entonces. Había nacido el calendario gregoriano. Podríamos decir que en pleno siglo XXI seguimos un calendario de la Edad Media.
No es raro, puesto que la cultura occidental de la Antigüedad es la que prevalece ya que fue la que más se extendió y arraigó con más fuerza. Tal es así que incluso en culturas milenarias más orientales, como China o Japón, también se celebra el Año Nuevo. Con peculiaridades, pero se celebra.
Con todo y con eso, la celebración del Año Nuevo tiene sus adaptaciones culturales en todo el mundo, pero todas proceden de la Antigüedad, cuando el 1 de marzo era el primer día del Año Nuevo.