Avanzo concentrada, un paso tras otro, sintiendo el suelo duro bajo las zapatillas. Mis rodillas se flexionan, mis brazos me estabilizan. Tantos días de entrenamiento en solitario y ahora me toca medirme a mis rivales: las veo pasar y sigo a mi ritmo, flexible y ágil, viendo el asfalto y los pies, muchos pies, uno detrás de otro impulsándose. Avanzo así hasta que llega un momento en que me duele el costado, la respiración se entrecorta y me falta el aire, me duelen hasta las suelas de los zapatos, y siento rendirme. Pero entonces las veo a todas ellas: las que no han podido participar porque no les estaba permitido y soñaban con ello, las que entrenaban y luego no podían demostrarlo, las que ni siquiera se atrevieron a soñarlo. Y me empujan todas a la vez, me elevan, amplían mi zancada, la refuerzan y con esa imagen me empodero y ya solo las veo a ellas. Avanzo siendo sus ganas, sus piernas, sus brazos, sus pulmones, sus cuerpos. Y cuando llego a la meta y por fin levanto el trofeo son sus brazos los que lo elevan por encima de mi cabeza y sus bocas las que prueban el champán y sus cuellos los que reciben la cinta ganadora. Y, solo entonces, descanso en su nombre.
Los relatos de Aina. “Trofeo compartido”, por Aina Rotger.
