“Taichí”, por Gonzalo González Carrascal.

Gonzalo González Carrascal.

Gonzalo González Carrascal · @Gonzalo_Glezcar.
Bzzzzz…Bzzzzz…Bzzzzz… La vibración del dispositivo atrae mi atención. Mensaje emergente en pantalla. Tras presionar el icono de la aplicación, observo que se trata de una más de las tantas humoradas compartidas diariamente en los grupos a los que a uno le acaban por meter. ¿No había silenciado ya éste? Agrando la imagen con mis dedos. Veamos.

Bajo el epígrafe «No todos saben que la escuela de Kung-fu más grande del mundo se encuentra en Pisa», una fotografía muestra un absurdo conjunto de turistas tomando la consabida postura que, en juego con su particular perspectiva, permita a cada cual ser inmortalizado como fingido puntal del inclinado campanario.

Manida broma gestual. Repetida hasta la saciedad. Bastante contenida –eso sí- dentro del muy limitado repertorio de opciones que el entorno parece sugerir a sus visitantes. Cuyas alternativas se baten en la disyuntiva de contemplar el monumento bien desde su falomorfismo o exprimir su funcionalidad cómica asimilándolo a un supositorio. Es lo que hay. Nihil novi.

Sin embargo -y de ahí su guasa- el mensaje recibido tiene la bondad de mostrar la desconcertante extrañeza que provoca la recurrencia de un gesto individual -aislado de su propósito- puesto en contexto con otros de igual manera, al ser irónicamente observados desde un punto que permita constatar su común desconexión con la acción figurada que tratan de representar.

Divorcio plenamente extendido en una sociedad que fía su dirección -en su más amplio sentido- a los estados de opinión que la imagen genera. Donde toda instancia se encuentra sometida a su aprobación conforme al mero escrutinio superficial del constructo formal de la apariencia a la que acaba por reducirse. Valedor suficiente de legitimidad y permanencia, más allá de la evolución efectiva de su razón de ser. Al menos, hasta que el devenir de los acontecimientos impida seguir ocultando por más tiempo el fingido montaje que permitió su cuidado encuadre.

Confección escenográfica que los medios contribuyen, evidentemente, a forjar. Y que llega al paroxismo durante los debates políticos previos a todo comicio. Momento en que cada uno de los contendientes se afana en enmarcarse, como los turistas de la foto, en la más esforzada postura. Mostrándose aparentemente indispensable, ante quien le ve, para el sostenimiento de una desviada estructura institucional a la que, en realidad, ni llega a tocar.

Pues sólo la distancia evita el riesgo que conlleva medirse con la verdadera  dimensión de un problema cierto. Mientras que la distorsión lograda a partir del alejamiento y la gestualidad -bien formal o retórica- permite la verosímil virtualidad de mostrarse implicado en la solución de una situación de la que, en realidad, se es deliberadamente ajeno. Escapándose así del compromiso que comportaría de otro modo. Obrándose -así- el milagro de la perspectiva.

Sin embargo, enderezar una construcción social –compensar y resolver los problemas derivados de su inherente y compleja inestabilidad- exige su trato directo. La política de estado demanda distancias cortas. Asumir el envite real. Arrostrando sus consecuencias. A riesgo de que ésta pueda llegar a sepultarle a uno.

Al margen de esto, sólo resta la condición ficticia del esfuerzo mostrado por quienes pretendiéndose indispensables se revelan accesorios. Frutos de una concepción política carente de propósito efectivo. Postiza. Mientras, la torre sigue cediendo. Inclinándose. Sirviendo de fondo de imagen para memes.

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