En mi patio tengo una madreselva y cada día me alegra ver que hay una, dos, tres, cuatro y hasta cinco mariquitas que suben y bajan por las hojas, pequeñas y grandes. También hay plantas olorosas, tomillo, romero. Pero allí no hay mariquitas, no les gusta el olor, supongo o allí no encuentran alimento.
Nunca da el sol porque el edificio es alto, pero a veces hablo con los vecinos, desde el patio a la ventana.
Es mi momento de relax, y la información de cuantas mariquitas he visto, el mensaje cuando vuelvo a casa.
Esas mariquitas coloradas y su quehacer buscando pulgones en la planta me trae la primavera de la infancia, cuando se posaban en la mano y recorrían mis dedos pequeños para luego salir volando, ese vuelo que ahora me niegan las normas y la prudencia. Seguiré bajando al aire del patio, a contar mariquitas como cuando era niña, a coger un poco de tomillo y estrujarlo entre las manos para sentir el olor, el olor a campo y primavera que rompe la monotonía de las redes sociales y las paredes sin cielo.