“Oppenheimer”, por Gonzalo González Carrascal.

Gonzalo González Carrascal.

Gonzalo González Carrascal · @Gonzalo_Glezcar.
La fragilidad del mundo que habitamos es usualmente soslayada en beneficio de nuestro sosiego. No de nuestra consciencia. Así, confiamos despreocupadamente en la reverberación de las palabras que componen nuestra mirada hacia los lugares comunes de nuestro tiempo -manida realidad que creemos habitar y que, fijada mediante los usos institucionales, juzgamos firme y sólida- intentando exorcizar el demonio de un vacío que no podemos, ni queremos, ver.

Un vacío que todo lo embebe y que no hace sino fijar implícitamente nuestra atención en el sutil juego de fuerzas desplegado en todo cuanto en éste es. Al punto que sólo la ligereza de una mirada superficial podría dejarse convencer de la aparente compacidad de cualquier agregado constituido, y no reparar en las diferentes dinámicas cohesivas que lo hacen posible. Así como en su ínsito valor.

Sutil maraña que nos entreteje y vincula, como simples partículas, a través de los lazos de los afectos -de sumisiones y obediencias- hasta conformar ese nódulo material que, pugnando por prevalecer ante la incertidumbre consubstancial del devenir de las cosas, se erige en único referente cierto al que poder aferrarse. Y que llamamos sociedad.

Resulta difícil concebir qué esconde su interior. La sutil naturaleza, alcance y consistencia de aquello que lo aúna íntimamente. Alojado en su seno, en tanto que partícipe, uno no puede sino atreverse a conjeturarlas, observando las tendencias y movimientos agregados de sus integrantes tras la aséptica ilusión estadística de la evolución de unas variables que pretenden reflejar, sin llegar a explicar, cuanto vemos y vivimos. Mas el enigma persiste.

Enigma que el velo de la costumbre, impuesto a nuestro mirar, oculta tras la tupidez del entramado humano que habitamos y que, susceptible de ser agitado por el barrido de las sucesivas oleadas de ánimos y humores que azotan y contagian a sus miembros, evidencia de modo palpable la volubilidad inherente de su pretendida consistencia.

Sin embargo, ésta, por precaria que sea, reposa en la estabilidad de la trabazón entre sus integrantes como garantía de la no degradación de las relaciones constitutivas de la unión conformada. Pues, su alteración precipitaría la distorsión de las fuerzas que componen y ahorman el vínculo establecido. Comprometiendo la pervivencia del conjunto.

Así, toda manipulación de las relaciones esenciales, que por muy acostumbradas a ellas que estemos no podemos permitirnos creer alterar sin provocar efectos tanto generales como inmediatos, ha de ser observada con todo celo. Con toda cautela. Pues, en lo concerniente a cuestiones nucleares, esto es, que afectan al núcleo mismo de la convivencia, no convienen experimentos.

Cualquier intento de fracturarlo se enfrenta al riesgo cierto de desatar una reacción en cadena, de fuerzas ignotas y consecuencias imprevisibles, que lleve a sus hacedores a encarnar los versos del Bhagavad-Gita musitados por el padre de la bomba atómica. Ser portadores de la muerte. Destructores de mundos.

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