“La Inclusa de Madrid (I)”, por Eusebio Lucía Olmos.

Eusebio Lucía Olmos.

“El león, con ser león,
adora a su propia sangre;
y el chacal, con ser chacal,
no vive sin sus chacales.
Defiende el tigre a sus hijos;
la pantera es tierna madre;
los buitres en las montañas
amorosos nidos hacen.
Y los hombres, con ser hombres,
han hecho una casa grande:
¡Para almacenar los niños
arrojados a la calle!”
(Eusebio Blasco)

En mayo de 1567 se fundó en Madrid la Cofradía de Nuestra Señora de la Soledad y las Angustias, con sede en el convento de la Victoria, y con el fin primordial de promover el culto a dicha advocación virginal. La imagen había sido introducida en España por la reina Isabel de Valois, hija de Enrique II de Francia y María de Médicis, y esposa del monarca español Felipe II, quien fue nombrada Hermana Mayor de dicha Cofradía. El principal acto por ésta organizado, y que despertaba gran expectación entre el pueblo madrileño, fue la procesión que cada viernes santo salía del convento para llegar hasta el alcázar, donde era recibida por la familia real. La gran devoción despertada por la imagen de la Soledad se tradujo en unos importantes ingresos económicos, dedicando buena parte de ellos a señaladas obras de beneficencia, como dar acogida a los convalecientes sin medios económicos que iban recibiendo el alta de asilos y hospitales, o la recogida de los niños recién nacidos abandonados de sus padres. Para llevar a cabo estas labores sociales adquirió unos inmuebles próximos al convento, en plena Puerta del Sol, entre las calles de Preciados y el Carmen.

Coincidente con este proceso, las tropas españolas trataban de sofocar la rebelión en los Países Bajos, en un enfrentamiento bélico que daría lugar a la Guerra de los Ochenta Años. Cuenta la tradición que en la toma de la ciudad flamenca de Enkhuizen por parte de los Tercios españoles, un soldado encontró un cuadro de la virgen rodeada de ángeles y con un niño a sus pies, decidiendo sus mandos fuese ofrecido al rey Felipe II como trofeo de guerra. El monarca, a su vez, donó la imagen a la Cofradía de la Soledad y las Angustias, confiriéndola la denominación de su origen: “Virgen de la Inclusa”, como sonido castellanizado más próximo al nombre flamenco difícilmente pronunciable de la ciudad en la que se encontró. El extraño nombre pronto gozó de gran aceptación popular, por lo que enseguida se extendió a todas las instituciones hispanas dedicadas a la recogida de expósitos.

El hecho cierto es que nada se sabe de la administración y régimen de la Inclusa hasta el año 1799, en que la Junta de Damas de Honor y Mérito, creada por Carlos III para que, juntamente con la Sociedad Económica Matritense, se ocupara de determinados fines benéficos, se hizo cargo de la función de recogida de niños abandonados, instalando su asilo temporalmente en la vieja cárcel de mujeres de la calle del Soldado (hoy de Barbieri). Aunque el vetusto estado del edificio motivó que se mantuviese en él únicamente tres años más, para ser de nuevo temporalmente trasladada la institución a la calle de la Libertad. Finalmente, en 1807 quedó definitivamente instalada en un enorme caserón sito entre las calles de Mesón de Paredes y Embajadores.

Durante los meses de enero, febrero y marzo de 1927, el progresista periódico “El Heraldo de Madrid” organizó una importante campaña en favor de la humanización de las inclusas y la disminución del elevado índice de mortalidad infantil. Al mismo tiempo, el prestigioso pediatra doctor Juan Antonio Alonso Muñoyerro convenció al general Primo de Rivera para acabar con el viejo caserón de la calle de Embajadores, que reunía unas pésimas condiciones higiénicas causantes de su elevadísima mortalidad, y construir un nuevo edificio en el que se suprimiese hasta el famoso torno. De hecho, el sistema de entrega anónima había ya desaparecido desde 1922, con su consabido letrero de “Aquí se deja a los niños”. La mitad de éstos eran ya atendidos por sus propias madres, a las que se confiaba también otro lactante para que lo alimentara a su pecho a la vez que al natural, lo que le suponía la percepción de cierta remuneración económica. Aunque, el propio instinto materno hacía que se dedicara más al propio retoño, descuidando al advenedizo, de tal manera que, a simple vista, podía uno darse cuenta de quiénes eran los “hijos de madre” y quiénes los “sin datos”, que así se les llamaba… La crianza a base de lactancia artificial tampoco parecía adecuada, pues el departamento de los “niños de biberón” presentaba unos índices de mortalidad elevadísimos. Se decía que los pequeños enfermaban por la alimentación y morían por la infección.

En efecto, en 1929 la Diputación Provincial de Madrid, entidad de la que dependían entonces las instituciones benéficas, dispuso la construcción de un moderno edificio destinado a Inclusa y Maternidad Provincial, en una extensa finca del extrarradio madrileño. Estaba ésta situada entre las calles de O’Donnell, Doctor Ezquerdo y Doctor Castelo, que había sido cedida a la Junta de Damas, rectora de la institución, por la reina madre doña María Cristina, su antigua propietaria. El moderno conjunto de edificios del nuevo Instituto Provincial de Puericultura contó con los mayores adelantos médicos e higiénicos, estando los distintos pabellones rodeados de espaciosos jardines y dotados todos ellos de amplias galerías exteriores orientadas al mediodía, en las que los enfermos pudieran beneficiarse de los recomendables baños solares.

Evidentemente, el funcionamiento de la institución ha ido variando mucho en función de la etapa histórica de que se trate. Me referiré únicamente por ello al más recogido en la literatura de cualquier signo, que es sin duda el de los siglos XIX y XX. Aunque, tradicionalmente, los expósitos siempre fueron en su mayoría hijos de mujeres muy pobres que sólo abandonándolos podían emplearse, muchas precisamente como sirvientas en casas burguesas, quizás convenga adelantar que ya durante el siglo XVIII, la lactancia asalariada había pasado de ser una actividad propia de las campesinas a una recurrida por el proletariado femenino urbano.

Los niños acogidos en la Inclusa tenían diferentes procedencias, si bien todos ellos eran tenidos por “hijos del pecado”, fuese la que fuese su concepción. El grupo más numeroso era el compuesto por los recién nacidos abandonados en la calle, en las puertas de iglesias y conventos, o en los tornos habilitados para ello en la propia Inclusa, en determinados puntos estratégicos como la iglesia de San Ginés, o el Puente de Segovia, junto al tramo del río Manzanares al que acudían numerosas lavanderas. En la práctica, eran siempre de padres desconocidos, soliendo llegar en las peores condiciones físicas imaginables, por lo que su índice de mortalidad era elevadísimo durante los primeros días de su abandono. Seguía en importancia numérica el grupo de los procedentes del Hospital de los Desamparados, en el que se mantenían unas camas para atender a las denominadas “paridas clandestinas”, cuyos hijos, nada más nacer, se trasladaban a la Inclusa. En tercer lugar, se incluían los niños procedentes de otros hospitales madrileños, como los de La Pasión o de Antón Martín, dedicados en especial al cuidado de enfermedades cutáneas como sarna, tiña, úlceras y, sobre todo, venéreas como la sífilis. En su mayoría pasaban a la Inclusa nada más nacer, permaneciendo en ella hasta que sus madres eran dadas de alta o, en caso de su fallecimiento, eran ellos reclamados por el padre u otros familiares. Por último, figuraban también los niños pertenecientes a familias que estaban atravesando graves crisis económicas, dejando a sus hijos recién nacidos, e incluso alguno mayorcito, al cuidado de la Inclusa, con el compromiso de recogerlo cuando la situación mejorase, lo que en demasiadas ocasiones no llegaba nunca a suceder.

En cualquiera de sus etapas y ubicaciones geográficas, las inclusas facilitaron siempre la reserva del anonimato de aquellas personas que se veían en la necesidad de abandonar a sus hijos “pecaminosos” recién nacidos. Los niños perdían así todos los vínculos con sus progenitores, pues una vez recogidos pasaban a depender de la institución a todos los efectos. Para conseguir tal desconocimiento de la donante se instituyó el curioso procedimiento de recogida del torno, que quedó instalado no sólo en los zaguanes de todas las inclusas y hospicios, sino también en distintos lugares críticos, para evitar a las madres largos desplazamientos que pudieran hacerlas desistir de dejar a su hijo en un céntrico lugar de acogida. Siempre había alguien que hacía guardia permanente al otro lado del rudimentario aparato, sin tener contacto directo con el autor o autora del abandono, para proceder a la recogida de los niños, que llegaban en muy dispares condiciones. La mayoría lo eran prácticamente desnudos, o sin otra prenda de abrigo que algunos trapos o una vieja manta que los envolvía. En otras ocasiones, en cambio, llevaban alguna ropilla más cuidada, y hasta no faltaba el que mostraba detalles entrañables de cariño materno en forma de algún humilde adorno en la ropa o algún objeto de devoción sobre el cuerpo. Era bastante frecuente que junto a la criatura apareciese una nota, escrita con temblona letra, en que se solía indicar si había sido bautizada y, en su caso, el nombre que se le había impuesto. En muy raras ocasiones se aportaba algún detalle de su filiación o la de los padres, haciendo por toda invocación un llamamiento a la caridad de la Inclusa y de sus gestores. Estos datos, junto con los de la ropa y objetos que llevasen encima, podían más tarde ser aducidos por la familia para identificar al niño si decidían reintegrarlo al hogar. De todo ello se llevaba un registro escrito, del que quedaba constancia en el archivo de la institución, con la pertinente anotación de todas las vicisitudes de la estancia del niño.

Las estadísticas de la Inclusa madrileña eran alarmantes. El primer año del que se conserva constancia documental, 1583, se recogieron 74 niños. A partir de 1600, el número de ingresos anuales osciló entre 300 y 700. En el tránsito de los siglos XVIII al XIX llegaron casi a los 1500 al año. Durante todo el siglo XIX las cifras se mantuvieron entre 1600 y 1800, aunque con algún pico rozando los 2000, siendo los fallecimientos de un 79% antes de cumplir el primer año de vida. En la primera década del siglo XX, se mantiene este índice, cuando entre la población general era de un 23% la mortalidad infantil anterior a los 5 años de edad. Solamente tres países (Alemania, Austria y Rusia) ofrecían peores situaciones, coincidiendo todos los analistas en que una de las principales causas era la falta de recursos económicos, educacionales y asistenciales. La alimentación inadecuada e insuficiente; los procesos sépticos e infecciosos de todo orden, tanto personales como locales; la sífilis hereditaria y debilidad congénita; el resto de las normales enfermedades infantiles… Estas penurias movieron al doctor Rafael Ulecia y Cardona a crear en enero de 1904 un centro de instrucción para la correcta crianza de los niños, la “Gota de Leche”, tratando de aminorar en lo posible la mortalidad de los lactantes, tanto en inclusas como en sus domicilios. En las dos primeras décadas del siglo XX, hay años como 1915 y 1916 en que se recogen casi 1700 niños para luego ir descendiendo muy lentamente. No obstante, el estadillo más actual de “Niños entrados y salidos” del período 1963-1982 comienza con la todavía sobrecogedora cifra de 568 niños y finaliza con la de 114, lo que demuestra que el problema, aun habiendo disminuido drásticamente, estaba aún lejos de desaparecer hace solamente cuarenta años. La aproximación más fiable apunta a que en sus cuatro siglos de existencia, la Inclusa de Madrid había recogido la impresionante cifra de más de 650.000 niños, entre los abandonados por completo y los dejados temporalmente al cuidado de la institución por sus padres u otros familiares.

Pero, una vez atendidos de urgencia a su llegada, fue necesario en toda época ocuparse del alimento y cuidado de esos ejércitos de niños. Las inclusas eran así no sólo los lugares de trabajo de numerosas nodrizas fijas – normalmente, las que no habían conseguido emplearse en más confortables domicilios familiares –, sino el medio que permitía a muchas otras encontrar un empleo temporal, o al menos una pequeña retribución económica. Probablemente, esta tendencia se agudizaba en las grandes ciudades, donde la mayoría de las mujeres no encontraba trabajo sino en el servicio doméstico, pero impidiéndolas mantener a sus hijos consigo. En esta época estudiada se solían dar tres grupos de mujeres demandantes de un trabajo como nodrizas en Madrid: las procedentes de lugares alejados, normalmente cántabras, cuya demanda se incrementó sustancialmente durante el siglo XIX; las que lo eran de los pueblos de Madrid o las provincias limítrofes de Toledo o Guadalajara, sin sobrepasar los 200 Km de distancia con la capital; y las vecinas de la ciudad, que a su vez se subdividían en las que ofrecían sus servicios en la casa de los padres de la criatura, o las que lo hacían en su propio domicilio.

En cuanto a la financiación de la Inclusa, la primera fuente de ingresos con la que contó procedía de los donativos que hacían los fieles a su iglesia y convento de la Victoria. Al mismo tiempo, su tesorería se nutría de las mandas testamentarias que legaban muchos madrileños con el fin expreso de ayudar al hospicio de niños, o con el de lograr ser sepultados en el recinto del templo o en sus aledaños. Incluso se obtuvieron donaciones económicas y, sobre todo, de privilegios, para comprar determinados alimentos y equipos materiales, procedentes de la propia Casa Real.

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