“Juan José”

Estos días (febrero, 2016) se está representando en el escenario del madrileño Teatro de la Zarzuela “Juan José”, constituyendo el estreno mundial de la versión musical del “drama lírico proletario”, que Pablo Sorozábal escribió en 1968, basado en la famosa obra de Joaquín Dicenta. Aquella significó para el compositor donostiarra el perfecto remate a la que había estrenado treinta y cinco años atrás, sobre un libreto del mismísimo don Pío Baroja: “Adiós a la bohemia”. Pero, por diversas causas, la ópera “Juan José” nunca pudo ser estrenada en vida del compositor, aunque en febrero de 2009 se representase en versión de concierto, tanto en el Teatro Kursaal de San Sebastián, como en el Auditorio Nacional de Música de Madrid.

Hablemos de la obra original, otrora un gran éxito mundial y hoy olvidada. Fue estrenada el 29 de octubre de 1895 en el madrileño Teatro de la Comedia, constituyendo un enorme éxito entre el público de “levita y guante blanco”, que presenciaba por vez primera este drama “de alpargata y blusa obrera”, vivido en medio de un impresionante realismo ambiental y por personajes que se expresaban en el lenguaje del pueblo. Habían transcurrido sólo veinte días del ingreso de Pablo Iglesias en la cárcel de Málaga para cumplir la pena impuesta por el tribunal de aquella capital, ratificada por el Supremo, por su apoyo a la huelga que mantenían los obreros del marqués de Larios en defensa de la mejora de sus condiciones de trabajo. En cualquier caso, tan clamoroso triunfo escénico se produjo a pesar de sus malas perspectivas previas al estreno, así como de las dificultades que autor y empresario encontraron para contratar a actores que aceptaran su representación, dado el escabroso tema desarrollado. Sin embargo, el enorme éxito de crítica y público motivó que a los quince días del estreno, Dicenta fuese objeto de un banquete en el café Inglés de la madrileña calle Sevilla, organizado por periodistas y escritores madrileños, al que asistieron más de 150 comensales. Constituyó un merecido homenaje al éxito escénico de la obra que durante años se mantendría en los carteles de los teatros españoles más importantes, a pesar de las protestas inquisitoriales de algunos prelados. El arzobispo de Burgos, sin ir más lejos, prohibió su representación bajo pecado mortal, como si su visionado fuera allí de distinta gravedad que en Madrid, sólo a 250 Km de distancia. El caso fue que el autor puso de este modo fin momentáneo a una etapa de su vida llena de miserias y calamidades.

El triunfo fue completo. Pronto se tradujo el texto a varios idiomas y representado en los más afamados escenarios europeos y americanos, rompiendo así con el habitual gusto por las comedias aburguesadas del entresiglos. No obstante, a pesar de que Miguel Moya, el director de “El Liberal”, propuso fijar la fecha del 1º de mayo como idónea para la permanente reposición del drama obrero, no sería hasta años después de su estreno – quizás coincidiendo con su edición en “La Novela Corta”, o con la muerte del autor en 1917 –, cuando se impuso la generalizada costumbre de resucitarlo en los carteles teatrales, tanto en escenarios comerciales como en los de Centro Obreros y Casas del Pueblo, como un acto más de los conmemorativos de la festividad obrera, imitando la de la reposición del Tenorio todos los días 1 de noviembre.

¿Y qué historia era aquella que tanta atracción despertaba entre tan distintos públicos? El tema era muy simple: Juan José y Andrés son dos albañiles amigos que vivían con sus respectivas parejas – Rosa y Toñuela – sin estar casados, “amancebados” en calificativo oficial. Paco, el capataz de la obra en la que trabajaba Juan José – hospiciano y analfabeto, entregado al amor de su pareja en cuerpo y alma –, declaraba abiertamente su pasión hacia Rosa, quien no veía con malos ojos al mandamás, por lo que la rivalidad entre ambos hombres terminó con una fuerte discusión y el consiguiente despido del albañil. Comoquiera que la mala suerte hizo que Rosa perdiera también al mismo tiempo el trabajo que desempeñaba en una fábrica, se vieron en la necesidad de ir malvendiendo su escaso ajuar doméstico para poder subsistir, deshaciéndose de los cacharros de cocina, las cuatro sillas, la lana del colchón, y hasta del mantón de Manila de Rosa… Cuando ya nada les quedaba por malbaratar, se vio Juan José obligado a salir a robar para poder conseguir el más básico alimento, por lo que acabó siendo detenido y encarcelado. Mientras tanto, la ambición y tendencia a la vida fácil empujaron a una jovenzuela Rosa a aceptar los halagos de Paco, sin haberse dignado ni siquiera asistir a la vista en la que se juzgó a Juan José, como éste deseaba, simplemente por verla, y en la que resultaría condenado a ocho años de prisión. Cuando, tras unos meses de reclusión en el penal, éste recibió por medio de Andrés la noticia de la convivencia acomodada de Rosa y Paco en el mismo edificio de su antiguo domicilio, permutando la sórdida buhardilla por el confortable principal, consiguió escapar de la prisión con intención de acabar con la vida de ambos. Juan José esperó la llegada del capataz a su domicilio para acuchillarle mortalmente, ahogando de inmediato de manera involuntaria a Rosa, al tapar su boca y presionar su garganta con intención de impedir su petición de socorro desde el balcón.

Al final entraba en escena su amigo Andrés, para animarle a huir a escape, pero Juan José le contesta con rotundidad: “Y ¿“pá” qué voy a huir…? ¿qué saco con huir…? Mi vida era esto (por Rosa), y yo la he matado…

A lo largo de los 120 años transcurridos desde el estreno, numerosas han sido las discusiones entre críticos teatrales sobre si se debe considerar el texto como drama romántico o socialista. Séalo de una u otra manera, la obra es un perfecto ejemplo del clásico triángulo amoroso con su consabido desenlace trágico, con tintes de clase social. Quizás fuera ese el secreto de su éxito. El representante de la clase obrera se enfrenta a otro obrero ascendido a explotador, repitiendo el esquema romántico calderoniano, en que los ultrajes del honor siempre son vengados por medio de lances y desafíos que terminan con la muerte. En este caso, se dilucida el honor personal del obrero explotado, no el de la clase social a la que pertenece, aunque constituya su permanente telón de fondo. No obstante, los protagonistas – obreros seguidores de las distintas tendencias del movimiento de aquella última década del siglo XIX – denuncian a coro las lacras sociales de la época, como la inutilidad de los esfuerzos revolucionarios, la farsa electoral y la compra de los votos obreros, las interminables jornadas laborales, la imposible reinserción social del ex presidiario, o el drama del analfabetismo. Todo un manifiesto del movimiento obrero.

Y es que, por mucho que desde la propia organización socialista se intentara, la nómina de los autores teatrales “de la casa” era muy exigua, y sus dramas de baja calidad en aquellos años previos a la conjunción con los republicanos. Por esa razón, el llamado “teatro socialista” se hubo de nutrir de firmas no militantes, aunque fuesen simpatizantes doctrinales, como Pérez Galdós, Benavente, Guimerá, Gorki y, por supuesto, Joaquín Dicenta, cuyas obras “Sobrevivirse”, “Aurora” y “El señor feudal”, así como “La madre”, “Tierra Baja” y “El abuelo”, de los anteriores autores, eran ya representadas con frecuencia entre los numerosos grupos teatrales de todas las Casas del Pueblo. Joaquín Dicenta suponía un buen ejemplo de todos aquellos intelectuales de tendencias republicanistas que, defensores de la causa obrera, fueron atemperando sus tradicionales ataques a la ideología socialista, aunque continuaran rechazando la estricta disciplina del Partido Obrero, razón por la que no estaban formalmente adscritos a la organización, a pesar de su acercamiento a ella.

Aunque, preciso es reconocer que la atracción y el alejamiento sucesivos eran mutuos en aquellos años del entresiglos, pues tampoco desde dentro de la organización socialista se admitía con agrado a estos “obreros de cuello blanco”, que pudieran contaminar el “obrerismo” imperante. Un gran estudioso del socialismo español desde dentro de sus filas, como Juan José Morato, describía con estas palabras ambas actitudes: “Si veían en el socialismo un ideal y un empleo digno de su actividad, encontraban repulsiva la rigidez del Partido Socialista Obrero y su disciplina férrea, y acaso les repugnaba ser recibidos como unos afiliados más por obreros mecánicos. Digamos también que el socialismo de estos intelectuales, de positivo mérito, era vago, sentimental, de protesta y rebeldía, cuando no a contrapelo, como el “Juan José” de Dicenta; que si alguno conocía la indestructible doctrina marxista, no la sentía cual la sintieron Vera, Verdes Montenegro y algún otro intelectual de dentro del Partido Obrero.” La verdad era que con pocos más contaban.

Y no es que Joaquín Dicenta, de modo similar a los demás, fuese un desconocido autor en aquellos gloriosos años de la cultura española. Había sido ya redactor de “El Mundo” y “El Resumen”, para dirigir, tras de su salto a la fama con su “Juan José”, “Unión Liberal”, “La Democracia Social”, “Germinal” y “El País“. Para ser también colaborador de “Alma Española”, “El Radical”, “Heraldo de Madrid”, “El Liberal”, “Vida Galante”, “La Correspondencia de España”, “ABC”, “La Esfera”, “Don Quijote”, “Vida Nueva”, “La Revista Socialista” y “Vida Socialista”. Supo también compatibilizar su dedicación al periodismo con la novela y la poesía, pero destacando fundamentalmente como dramaturgo. En la revista semanal ilustrada “Germinal”, que también fundó, y subtituló como “semanario republicano sociológico”, capitaneó un grupo de escritores e intelectuales, todos ellos reformistas, de la altura de Pío Baroja, Valle Inclán o Maeztu, contando siempre con prestigiosas firmas, como las de Rubén Darío, Salvador Rueda, Antonio Machado, Juan Ramón Jiménez, Unamuno, Azorín y Pérez Galdós. No era un autor desconocido, no… Precisamente, en 1889 fundó con Ruperto Chapí la Sociedad de Autores, para defensa de los hombres de letras. Pero, la cúspide de su fama periodística la conseguiría durante las Navidades de 1902, que las pasó, como reportero, con los mineros de Linares, para luego contar, durante los meses de enero y febrero de 1903, la interesante experiencia vivida en aquella explotación bajo tierra a los lectores de “El Liberal”.

Poco diremos de la semblanza humana de Dicenta, tanto la anterior como la posterior a su triunfo, similares ambas en cuanto a su alejamiento de las convenciones sociales, pues siempre fue prototipo del bohemio auténtico, borracho, mujeriego, manirroto, sensual, defensor del débil y azote de la injusticia. De hecho, su biografía despertaría gran interés y merecería mayor atención aun que los dramas surgidos de su pluma, en una vida que, amén de otras numerosas parejas efímeras, compartió con las que le dieron dos hijos que mantendrían similar fama a la de nuestro autor, uno como actor, Manuel, y otro también como escritor, Joaquín. Serían ellas la actriz Consuelo Badillo, viuda de Ricardo Ducazcal, y la jovencita bailaora gitana Amparo de Triana, que abandonó su carrera por el autor bohemio. Incluso quiso Dicenta unir su dedicación a la política con la que había venido entregando toda su vida a las letras, siendo elegido en 1909 concejal del Ayuntamiento madrileño por el distrito de Latina, formando parte de la conjunción republicano-socialista, para mantener su mandato hasta 1912, y haber dedicado este tiempo y preocupación a la educación infantil. Sintiéndose enfermo, se retiró a la ciudad que, si no le vio nacer – pues fue accidentalmente la zaragozana Calatayud, un 3 de febrero de 1862 –, sí le acogió durante su niñez: Alicante. En su habitación del Hotel Simón de esta ciudad levantina, murió el 21 de febrero de 1917.

Sirvan estas línea de pequeño homenaje a quien, sin tener formalmente esa adscripción política, pasó en vida por autor dramático socialista, a la vez que, habiendo sido afamado dramaturgo de los años de paso entre los siglos XIX y XX, y autor de una de las obras más repuestas en los escenarios, como fue la que estos días se estrena en su versión operística – “Juan José” –, ha pasado a ser un perfecto desconocido.

Eusebio Lucía Olmos
(Publicado en “El Socialista Digital”, el 18/02/16)

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