Hace ahora un siglo (7)

Por Eusebio Lucía Olmos.
Durante la primavera de 1915, la guerra iba tomando en Europa aún peores derroteros, con nuevas ofensivas y sin solución a la vista, y la clase obrera de la neutral España vivía permanentemente los efectos de la carestía de la vida que los especuladores provocaban. Y, por si fuera poco, se había declarado una revolución en la joven República portuguesa. Por su trayectoria histórica, el país vecino no tenía más remedio que tomar parte en la guerra al lado de Inglaterra y en contra de Alemania. Los dos presidentes anteriores así lo entendieron, pero Pimenta do Castro suspendió la movilización paralizando los preparativos, a pesar de encabezar un gobierno militar, surgiendo en su contra un alzamiento generalizado. El gobierno español decidió el envío a Lisboa de tres buques que fueron recibidos con recelo mal encubierto, antes de que las posteriores elecciones legislativas dieran el triunfo a los radicales.
A principios de mayo se había iniciado en la guerra europea un nuevo y cruel tipo de ofensiva. Por primera vez, un submarino alemán hundió un barco de pasajeros, aduciendo que creyó se trataba de un buque destinado al transporte de tropas y municiones. Con el hundimiento frente a las costas irlandesas del magnífico trasatlántico británico Lusitania, procedente de Nueva York, se generalizó la guerra naval, al torpedear los submarinos alemanes cualquier tipo de barco aliado sin previo aviso. De las dos mil personas que iban a bordo, sólo unas ochocientas sobrevivieron a la catástrofe, contabilizándose ciento veinte ciudadanos estadounidenses entre los mil doscientos muertos habidos. En las operaciones de salvamento, muchas mujeres y niños lo fueron merced al arrojo y los denodados esfuerzos de un joven español – precisamente -, quien realizó actos de verdadero heroísmo. Tras la explosión y el apresurado lanzamiento de botes, cedió su puesto a una señora, mientras él recorría el buque varias veces sacando de los camarotes a muchos pasajeros que lloraban asustados. Alentó a mujeres que corrían, a las que en ocasiones tuvo que llevar en brazos hasta algún bote, para volver a su tarea por los pasillos. A punto ya de ser tragado completamente el buque por las aguas del océano, se lanzó a ellas el héroe, nadando largo rato hasta ser recogido por uno de los botes, ocupado por algunos de los por él salvados. El hundimiento produjo en Inglaterra viva indignación, siendo en Londres asaltados establecimientos y domicilios de residentes alemanes. No fue menor la producida en los Estados Unidos, de donde ya hemos dicho que procedían muchas de las víctimas, entre ellas el famoso magnate de los ferrocarriles William Vanderbilt, antiguo amante de la Bella Otero. La embajada alemana en este país, que ya había advertido del peligro de cruzar el Atlántico a bordo de barcos británicos, tuvo que ser custodiada por la policía, ante el temor de posibles asaltos. No obstante, el presidente norteamericano Wilson, que trataba de mantenerse al margen del conflicto bélico, evitó las reclamaciones directas al gobierno alemán, limitándose a condenar la guerra submarina generalizada y la violación del derecho marítimo.
Por otra parte, el gobierno italiano, tras la oportuna consulta parlamentaria previa, había decidido por fin entrar en la guerra formando parte del bando aliado, tras ser defraudada en sus pretensiones por los imperios centrales. El propio rey, Víctor Manuel, había salido hacia el campo de batalla, al frente de su ejército. Sin embargo, la invasión del Trentino por las tropas italianas fue rápidamente rechazada, y los austriacos penetraron en Italia, con la consiguiente satisfacción de los germanófilos españoles, que pensaron era el momento de entrar en la guerra, ocupando el vacío que Italia había dejado al lado de los imperios. Inmediatamente comenzó a hablarse de la posibilidad de que viviese el Pontífice en España mientras durase la lucha armada, ofreciéndose Sevilla y Valencia como posibles ubicaciones de la papal residencia. Se atajaron tales rumores al hacerse saber oficialmente que el rey había puesto a disposición del Papa el Monasterio de El Escorial, por si la guerra obligase a Benedicto XV a abandonar el Vaticano. A los pocos días, Romanones denunciaba en su Diario Universal la inconstitucionalidad de tal ofrecimiento.
En España las cosas no estaban mucho más tranquilas a pesar de la neutralidad. La incorporación de Italia a la guerra había roto el equilibrio existente entre los países neutrales, incrementándose el interés que los beligerantes tenían en convencer de sus razones a aquellos, como pudo comprobarse por los sobornos a la prensa nacional por parte de embajadas y agencias informativas. A las continuas intervenciones de los líderes políticos calentando el ambiente y haciendo a veces más confuso aún el panorama, había que unir la propia situación de la política interior no siempre denunciada por aquellos, y de la que era principal exponente el continuo encarecimiento del coste de la vida que afectaba sobre todo a las capas sociales más humildes. Por otra parte, la no-beligerancia española había hecho reducir al máximo las acciones militares de la guerra en el norte de África con objeto de no romper el equilibrio militar de la confrontación europea, a pesar de la por casi todos los líderes reclamada anexión de Tánger. No obstante, eran frecuentes los hostigamientos de las tropas del jefe indígena el Raisuli, a las que necesariamente había que contestar, con el consiguiente coste material y humano. Para demostrar lo contrario, y buscando popularidad, el Gobierno anuncia su intención de conceder licencia para antes del verano a los aproximadamente diez mil soldados veteranos que habían de cumplir en el próximo marzo su servicio en Marruecos, para que puedan regresar a la península. Pero en realidad, tal licencia fue concedida con cuentagotas, y sólo unos cuantos se beneficiaron de la misma.
Madrid era un buen escaparate de la crisis general que el país padecía. Los abundantes miembros de la nobleza, eclesiásticos y funcionarios de la administración pública y de las fuerzas armadas, así como los numerosos profesionales liberales que en la ciudad vivían, se mezclaban en sus calles con una importante masa de jornaleros de pequeños talleres, trabajadores del servicio doméstico, dependientes de comercio o empleados de la banca y los seguros, obreros de los ferrocarriles, la construcción y las incipientes industrias del gas o la electricidad. Todos ellos, así como a un importante número de mendigos, prostitutas, vagos, golfos y descuideros, completaban el panorama humano de la capital del reino. Y las crisis sectoriales de cada uno de los grupos hacían de Madrid un buen muestrario de la general de país, pues también había problemas que afectaban a todos ellos, en su conjunto. El pan, por ejemplo, en tanto los tahoneros conseguían su encarecimiento, estaba siendo aminorado en su peso por éstos quienes, por otra parte, presionaban continuamente para que el proyecto de ley de supresión del trabajo nocturno en sus industrias, ya iniciado por Canalejas, no recibiese la correspondiente sanción parlamentaria.
Y otros asuntos que, aunque en principio afectasen simplemente a unos pocos, eran dados a conocer por la prensa a la opinión pública con tal profusión, que pasaban a ser tratados como generales. Precisamente, por aquellos días, Hilario venía comentando con cierta frecuencia con el señor Morato el caso de la denuncia pública que el concejal socialista Julián Besteiro había llevado a cabo. El hecho era que, para pagarles lo que se les adeudaba, alguien había tratado de obtener de los maestros el cincuenta por ciento de lo que importaban los alquileres de sus viviendas que el Ayuntamiento debía de abonarles. Con arreglo a la ley de Instrucción Pública, se les debía de pagar a cada uno de ellos 75 pesetas mensuales en concepto de indemnización por casa, derecho que recientemente les había reconocido el Tribunal Supremo, ante la negativa a abonárselo por parte de la Junta municipal de Primera Enseñanza. La cantidad era vital para algunos cuyo escaso sueldo ascendía solamente a 50 pesetas. La deuda total ascendía a trescientas mil, lo que reportaría un buen pellizco para quien estuviese detrás de la estafa. No se pudo llegar a demostrar la autoría de algunos concejales, pero el habilitado de los maestros y el presidente de la Asociación Nacional del Magisterio fueron encarcelados. El desarrollo de todo el proceso supuso un gran escándalo público y el consiguiente incremento de la popularidad del concejal denunciante, quien iba ganando cotas de admiración entre las masas obreras a pasos agigantados. Casos así eran reflejo de la situación que se estaba viviendo.
El lunes 31 de mayo, en el teatro de la Zarzuela de Madrid, el líder tradicionalista Vázquez de Mella pronuncia un esperado discurso en el que defiende el apoyo a Alemania, enfrentándose a la postura que habían predicado recientemente tanto Romanones como Alejandro Lerroux o Melquíades Álvarez de «una neutralidad de simpatía para los aliados». Aboga por la creación de la Confederación Ibérica y la recuperación de Gibraltar y Tánger: «Tres ideales nacionales». A la salida del teatro el público asistente al acto organizó una espontánea manifestación que, en pocos momentos fue aumentando considerablemente, pues a los que salían se unieron los que esperaban en la calle, los que regresaban del entierro del general Azcárraga de la Sacramental de San Isidro, y muchos de los que volvían de la batalla de flores del Paseo de la Castellana.

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