Hace ahora un siglo (11)

Por Eusebio Lucía Olmos.
El domingo 24 de octubre de 1915 quedó inaugurado el X Congreso del Partido Socialista, que se celebró en el abarrotado salón teatro de la Casa del Pueblo. A las nueve y media de la noche se celebró el mitin inaugural, bajo la presidencia de Lucio Martínez, quien dio por comenzado el acto con un saludo a todos los participantes. Para entonces el partido contaba ya con más de 14.000 afiliados distribuidos en 250 entidades, más los grupos juveniles y las agrupaciones femeninas. De hecho, el desarrollo manifestado por las organizaciones socialistas durante los años anteriores, se vio paralizado a raíz de las discrepancias conjuncionistas, dando la razón a los que eran contrarios a ésta, como quedaría demostrado en el propio Congreso. La delegación de la Escuela Nueva defendió ya en los debates precongresuales su autonomía sobre los órganos del partido para fijar los objetivos de sus actividades. Al parecer, el borrador de su ponencia, redactado por Ramón Carande, no fue del agrado de Julián Besteiro quien criticó abiertamente el funcionamiento de la Escuela. No obstante, Núñez de Arenas consiguió que el Congreso aceptara, por fin, la participación del centro formativo.
La familia socialista española había sufrido una importante transformación con los nuevos ingresos. Julián Besteiro, ejemplo de éstos, venía siendo el director efectivo de la organización, beneficiándose de una fulgurante promoción – que le valdría no pocas envidias – dirigida por su mentor, el mismísimo Pablo Iglesias quien, enfermo, viejo y cansado, creía adivinar en el ilustre catedrático de Lógica de la Universidad Central su sucesor ideal. Concejal madrileño por el distrito de Chamberí y vocal del comité nacional de la Unión General de Trabajadores, acudía al Congreso como presidente de la Agrupación Socialista Madrileña. Los nuevos afiliados, muchos de ellos ya con cargos de responsabilidad orgánica, se entremezclaban por los pasillos y en las distintas salas de comisiones con los veteranos. Daniel Anguiano, Luis Araquistain, Antonio Fabra Ribas, Fernández Egocheaga, Ramón Lamoneda, Lucio Martínez, Manuel Núñez de Arenas, Indalecio Prieto, Andrés Saborit o Eduardo Torralba Beci, se codeaban por los pasillos con los componentes de la «generación intermedia», si no en edad, sí en tiempo de militancia: Mariano García Cortés, Virginia González, Largo Caballero, Andrés Ovejero, José Verdes Montenegro, Manuel Vigil, admirando todos ellos a los viejos y famosos líderes, Isidoro Acevedo, Vicente Barrio, García Quejido, Facundo Perezagua y al propio Pablo Iglesias. Y, ocasionalmente, al doctor Vera quien asistió únicamente a las cuatro primeras sesiones, enviando informes y enmiendas por escrito, ante la atención que le requerían sus enfermos y su propio cansancio.
Iglesias pretendía que este Congreso debatiera básicamente las dos capitales cuestiones que el socialismo español tenía pendientes – su postura ante la guerra europea y la continuidad de la Conjunción –, a costa de dejar relegadas otras como la fracasada campaña contra la carestía de la vida, el programa agrario o la reorganización del partido que, como Fabra Ribas recordó, ya en el anterior Congreso se había pospuesto para éste. Tras las formales intervenciones de la sesión inaugural, una gran salva de aplausos cerró el discurso del padre del socialismo español, para entonar seguidamente todo el salón puesto en pie La Internacional y La Marsellesa de la Paz, en medio de una gran emoción general, con lo que se dio por terminado el acto. Indudablemente, el debate sobre la permanencia en la debilitada Conjunción, que se venía manteniendo desde el anterior Congreso, consumió la mayor parte de las sesiones, reproduciendo de nuevo la vieja polémica entre los que defendían la idea de un socialismo organizador de la clase obrera y los que creían que, previamente a ello, era necesaria la participación en la actividad política general del país. Pero en esta ocasión agravada por la efectiva languidez que venía sufriendo el pacto desde hacía un par de años, que había provocado que hasta la exigua minoría parlamentaria estuviera dividida. Tras larguísimas discusiones, se llevó a cabo la correspondiente votación que dio la victoria a la continuidad por un igualadísimo resultado.
La segunda gran cuestión del Congreso, la postura ante la guerra europea, reprodujo a su vez el enfrentamiento de las dos tendencias internas que lo venían manteniendo desde el inicio del conflicto. La radicalmente neutralista, personificada sobre todo por las bases sindicales, las juventudes y parte de la propia Internacional Socialista, fue defendida por Verdes Montenegro y García Quejido. Tanto Iglesias como Besteiro abogaban, sin embargo, por el apoyo a los aliados, posición defendida por la otra parte de la Internacional, las izquierdas y la generalidad de los intelectuales españoles y, en definitiva, la mayoría del partido, como quedaría en este debate demostrado. La postura de éstos últimos sería aprobada por un amplio margen, pero sin ser analizadas las consecuencias que la guerra estaba teniendo ya para el proletariado español y los correspondientes enormes beneficios para algunas empresas. Las reales pérdidas salariales y el aumento del paro, tal y como las fracasadas campañas que el partido había llevado a cabo en los últimos meses habían denunciado, no fueron objeto de debate alguno. La antorcha la recogería pronto la Unión General, que inmediatamente iba a llevar a cabo una campaña de agitación sobre estos asuntos.
Finalmente, el Congreso encaró la reorganización del partido, siendo objeto también de vivo debate. El comité nacional sería a partir de ahora elegido por el plenario del Congreso y no únicamente por la Agrupación Socialista Madrileña como hasta entonces; designándose también representantes regionales que, consecuentemente, formarían parte de dicho comité. Se analizó la gestión de El Socialista, acordándose de nuevo la compatibilidad de los cargos de presidente del partido con la dirección del periódico. Se reiteraron acuerdos en contra de la guerra de Marruecos, y se votaron finalmente algunos otros contra la carestía de la vida, si bien no con la intensidad que ciertos delegados pensaban que requería tan importante cuestión de interés para los obreros. Una vez más, el programa agrario quedaría de nuevo pospuesto para otro futuro Congreso.
Al viejo Iglesias le quedaría un sabor agridulce de éste. Por una parte había recuperado la dirección del órgano de prensa, pero por otra se había ratificado la expulsión de la Agrupación de Bilbao y de su líder Facundo Perezagua, por un pleito interno entre éste e Indalecio Prieto, con el consiguiente recrudecimiento de la animadversión del núcleo bilbaíno hacia el patriarca del socialismo español, quien en el mismo Congreso recibiría un ofensivo telegrama del también socialista vasco Julián Laiseca, en que le describe el grandioso recibimiento que Bilbao – los «perezaguachindangos» – había tributado al expulsado líder. Finalmente, se eligió el nuevo comité nacional en el que se confirma la presidencia de Pablo Iglesias, a quien acompañan Julián Besteiro, Daniel Anguiano, Andrés Saborit como hombres fuertes de la directiva. Por fin, el compañero Acevedo que presidía la decimocuarta y última sesión del largo Congreso, pasó revista a todo lo debatido y acordado para, a partir de ahora – advirtió con énfasis –, ser defendido por todos. Su emocionado «¡Viva la emancipación de los trabajadores!», respondido por un general «¡Viva!» por todos los asistentes, puso el punto final a las 9 de la noche de aquel lunes, 1 de noviembre, al X Congreso del partido socialista.
El viernes siguiente, a las tres de la tarde, muchos militantes acudieron a la madrileña calle de Ponzano para asistir al entierro de Tomás Meabe. La tuberculosis había acabado el día anterior, a los 36 años recién cumplidos, con la vida del fundador de las Juventudes Socialistas. La comitiva, presidida por el hermano del difunto y Pablo Iglesias, marchó hasta el cementerio civil, donde a este último le impidió la emoción pronunciar el discurso necrológico, pudiendo  todos los asistentes comprobar de cerca la fatiga, y quizás la enfermedad, que delataba el rostro del «abuelo». Ese mismo viernes hubo de acudir también a la reanudación de las tareas parlamentarias que con la excusa de la necesaria aprobación de los presupuestos se habían convocado, dando lugar a vivos debates. Por otra parte, las elecciones municipales parciales celebradas en toda España el domingo día 14, ofrecieron resultados satisfactorios para la Conjunción a pesar de la penosa situación por la que atravesaba. La jornada fue tranquila en Madrid, con tan escasa participación como en ocasiones anteriores. La campaña maurista fue importantísima, haciendo sus juventudes gala de organización y dinamismo. Hasta hicieron uso de la aviación, pues entre nueve y diez de la mañana del día electoral sobrevoló Madrid un monoplano desde el que caían millares de papelillos rojos y amarillos en los que se leía: «Votad la candidatura maurista. ¡Viva España!» o «Los candidatos mauristas no se retiran. ¡Viva Maura!». El aparato entró en Madrid por el paseo de Atocha, viró en la Cibeles para ir sobre la calle de Alcalá a la Puerta del Sol y a la plaza de Oriente; voló después sobre los Cuatro Caminos y el barrio de Salamanca y regresó a Getafe, de cuyo aeródromo había salido. No obstante, obtuvieron únicamente dos actas de concejal, las mismas que los socialistas que, evidentemente, no pudieron disponer de medios similares para llevar a cabo tan agresiva campaña.
La semana siguiente pronunció Iglesias en las Cortes un durísimo discurso, en el que terminó por condenar enfáticamente a conservadores y liberales: «…por grande que fuera el castigo que se os impusiera, no será el que por vuestro abandono de los intereses de la nación habréis merecido. No tengo más que decir». Dato colaboró inmediatamente a la tremenda reacción general que causó la intervención del líder obrero, intentando desviar la atención del país hacia ella. Hizo que el Parlamento entrara en una sucesión de inoperantes debates, sin que nadie supiera realmente lo que estaba pasando, hasta que Romanones, liderando al resto de jefes de minorías, presenta una proposición con la que da un «asalto al Poder», provocando la dimisión del gabinete conservador. Tras las oportunas reales consultas, el 9 de diciembre presenta el conde de Romanones al rey la lista de su segundo gobierno, cuyo responsable de Gobernación, Santiago Alba, tiene que comenzar su gestión enfrentándose a los pocos días de su nombramiento con el escándalo político causado por el libelo que acaba de aparecer y en el que se acusa a Iglesias de haber tenido complicidad en el asesinato de Canalejas, tres años atrás.

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