“Geyper”, por Gonzalo González Carrascal.

Gonzalo González Carrascal.

Gonzalo González Carrascal · glezcar.articulos@gmail.com.
Hace poco más de un mes, un adolescente estadounidense de trece años, apodado Blue Scuti, se convirtió en el primer humano, del que haya constancia, capaz de vencer al Tetris. Tras treintaiocho minutos de partida, y haber llegado al nivel ciento cincuentaisiete, el programa, sencillamente, colapsó.

La vítrea superficie del monitor reveló, en ese instante, la indefinición a que había dado lugar el hecho. Reflejando sobre sí la interfaz del videojuego y el rictus del jugador, mutuamente congelados. Abismados en un impasse. El de la voladura de una dinámica, tras la que la razón de ser de uno y otro quedaban abolidas.

Superada la lógica del dispositivo, desactivado el artificio, extinta la relación de sometimiento del jugador a sus reglas, nada más hay que pueda atar ya al sujeto. A quien, libre ya, sólo le resta apartar de sí las deshilachadas rémoras de dependencia a una trama incapaz de seguir conteniéndole.

Su éxito supone su salida del juego. Y ésta, necesariamente, la entrada o toma de consciencia de un otro. Lógica evolución de toda vida humana. Sucesiva búsqueda, o imposición, de la suspensión de la noción sierva y mortal de uno a través del ejercicio de dinámicas reguladas en las que se subsumen días y pensamientos.

Habitando una relación simultánea, dual y dispareja con el juego. Pues éste, aunque se diga ser jugado, de modo tácito, se sirve enteramente del jugador para desarrollar el verdadero propósito de su diseño. Someter conforme al desarrollo impuesto por su reglamento a todo participante. Jugando, en realidad, con él.

De este modo, el individuo permanece naturalmente abducido por el artificio. Sujeto  por completo a una realidad virtualmente impuesta y de la que, durante el normal curso de la misma, no tendrá siquiera consciencia de habitar. Deviniendo en irrebasable marco referencial, fuera del que nada hay. Fuera del que nada importa.

No obstante, el influjo de su hechizo no es inocente. Al inducir el extravío del jugador inmerso en el juego, no sólo lo distrae sino que lo toma a su plena disposición para plegarlo al propósito concebido por su creador. Disponiendo éste de aquél, en términos de tiempo y vida, a través de la relación mediada por el juego.

El control sobre el destino del participante, así como el orden y conveniencia del resultado obtenible por cualquiera que éste sea, se encuentran, pues, contenidos, acotados, por la red regulada que todo enmaraña. Fuera de ella, no puede quedar nada. En su seno, nada indefinido puede quedar.

Por ello, el púber de Oklahoma se ha erigido, de manera involuntaria, en una figura extrañamente revolucionaria, al sobreponerse al esquema del programa. Logrando doblegarlo. Agotarlo en sus términos. Trampa dominada por su presa. Gesta a la altura de un iterativo esfuerzo que, lejos de haber desalentado su determinación, le ha permitido su encumbramiento y emancipación a través de la profunda comprensión de ésta. Nadie se libera de aquello que ignora.

Sacudiendo el cubilete de los dados sobre un tablero de parchís, al tomar los mandos de la videoconsola, fichando a la mañana como asalariado engranado en un sistema productivo, como participante en toda interacción social o súbdito de un régimen político cualquiera, uno nunca abandona los márgenes normativos de un permanente y polimorfo tablero superpuesto a la vida, continente de la variedad de juegos que colman el lapso de una existencia. Y que sería necio pensar ser los mismos para todos o que sus reglas no atendieran a distingos. Sin embargo, de su conocimiento depende, cuanto menos, nuestra consciente sumisión, cuando no nuestra supervivencia. Jugar nunca fue cosa de niños.

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