“Game”, por Gonzalo González Carrascal.

Gonzalo González Carrascal.

Gonzalo González Carrascal · @Gonzalo_Glezcar.
“¿Cómo sabes que algo realmente ha acabado?”. La inquisitoria formulación resuena en su mente mientras trata de recordar. O de sugestionarse y así pensarse hacerlo. Amanecer de la mañana del viernes 21 de febrero de 1947. Abre sus ojos al despertar de un nuevo día la incipiente vida de un niño de la postguerra cuya edad muda de guarismo, alcanzando su primera terna, en tal fecha. La mirada fresca e ignorante –simple pleonasmo-, aún legañosa, de una cría humana que se dispone a afrontar la promesa que los rosáceos dedos de la aurora brindan al amanecer, mientras rasgan el aún obscuro cielo mesetario pendiente sobre las techumbres de un mísero pueblo manchego. Su vida discurrirá aquel día atrapado en la meliflua calidez de la infantil inconsciencia de sí y de un mundo que experimenta tamizado por las encaladas paredes de un patio. Muros que no lograrán, en caso alguno, contener la pulsión predadora -dinamizadora mortal de todo cuanto es mientras nos empeñamos en llamarla vida- y que se filtrará a través de sus grietas, mientras el chaval observa ensimismado la paciente espera amenazadora de una araña asida a su trampa tejida en los huecos del paramento. Rodeada de los restos exangües de sus pasadas víctimas.

Mientras permanece abismado en el juego contenido -y ajeno a todo lo demás- por esas cuatro paredes, muchos años después sabrá que un teléfono en el despacho de Dean Acheson rompe en ese momento –insistentemente- el silencio de una espesa atmósfera de humo en plena madrugada. El Secretario de Estado Norteamericano en funciones, encaramado a su escritorio, bajo la espectral iluminación de una isla de luz verde en medio de la negrura de la sala, descuelga fatigoso y meditabundo el auricular. Al otro lado de la línea, el Embajador Británico en Washington. La ayuda militar y económica de Inglaterra a Grecia y Turquía habría de interrumpirse en el plazo de seis semanas. Los griegos necesitaban alrededor de mil millones de dólares durante los cuatro años siguientes para combatir la amenaza del comunismo. El sol se había puesto en el Imperio Británico, pues su Hacienda no podía seguir manteniéndolo. Estados Unidos tendrá que liderar por sí solo el Mundo Libre.

Sin más preámbulo. Ni trémula agitación alguna. En el curso de una breve llamada, el eterno juego de fuerzas constató un cambiado. Y con ello el fin de las certezas que dimanaban de todo statu quo, por provisorio que éste siempre sea. Quedando confrontadas ante la corroboración de la caída de una pieza del tablero que se creía incuestionablemente perenne. La partida debe seguir, aun bajo la sutil percepción de saber que ya nada será igual. Los engranajes de la mecánica del juego, siempre metáfora de muerte, a cualquier escala, han de continuar girando a pesar de -o mejor dicho, gracias a- los despojos de sus sucesivos jugadores. La mayoría de ellos ignorantes aún del modo en que el sutil cambio –imperceptible en apariencia- va a operar en la sucesiva dinámica de sus vidas y sociedades, por apartadas que del hecho acaecido puedan sentirse. No hay muro alguno que no sea rebasado por la incontestable  acción de la realidad misma.

Caen las hojas del calendario por cincuenta otoños. Mi pulgar y meñique izquierdos sostienen abierto un libro. “Si seguía clavado en el suelo, era por ver si me entraba una sensación de despedida. Lo que quiero decir es que me he ido de un montón de colegios y de sitios sin darme cuenta siquiera de que me marchaba. Y éso me revienta. No importa que la sensación sea triste o hasta desagradable, pero cuando me voy de un sitio me gusta darme cuenta de que me marcho. Si no, luego me da más pena todavía”. El adolescente que fui aparta su mirada del texto mientras medita con fruición las palabras de un Holden, que sentía entonces emocionalmente tan próximo. Tras permanecer agazapada en la calidez de los usos convenidos, una vaga noción de la condición disolutiva de la realidad comienza a afianzarse en su conciencia y -con ella-, la difusa certeza de la insubstancial y fugitiva entidad de todo. Y de uno mismo. La vacua entidad substancial de una mudable realidad en fuga permanente,  difuminadora de todo aparente criterio que permita delimitar y tomar consciencia de la primacía de un instante respecto a cualquier otro.

El vértigo producido por la perspectiva de la abismática inestabilidad esencial le asalta a modo de duda. Girando sobre sí y dirigiéndose a su padre le espeta un conciso “¿Cómo sabes que algo realmente ha acabado?”. Dibujando una media sonrisa, éste le devuelve un enigmático: “Las cosas acaban cuando uno las sabe y siente acabadas… aunque las más de las veces jamás lo sabrás. Puede que hayan llegado a su fin mucho antes siquiera de haberlo intuido. Todo depende de la perspectiva que tengas del juego en que participas y en el que las cosas se suceden…, si acaso llegas a tener claro alguna vez cuál es aquél en el que realmente participas. En cualquier caso, todos los juegos acaban… con uno”. Y volvió a sumir sus pensamientos en el recuerdo de aquella tela de araña del encalado patio de su infancia.

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