“OG”, por Gonzalo González Carrascal.

Gonzalo González Carrascal.

Gonzalo González Carrascal · glezcar.articulos@gmail.com.
La tímida iluminación cenital de la estancia vela, bajo un sombrío antifaz, su esquiva mirada. Sentada en su sillón, hundida en la penumbra, la solemne figura, preñada de barroca obscuridad, parece emerger, hierática, de la tenebrosa paleta de color de una obra de Caravaggio.

Sus manos ocres, extendidas sobre sendos reposabrazos, transmiten la contenida confianza de quien se sabe ganador de un juego de perdición. De quien, compelido por la coherencia de su papel, acaba por encontrar su lugar en el extravío. Incardinado, cual araña, en la certeza de su red. Asaltado por la imagen de los exangües cadáveres que jalonan cada paso.

Continuador de su legado y, sin embargo, traidor al mismo, su mente, inmersa en el brumoso recuerdo, invoca la sombra de la oscura y sabia presencia de su padre. Sin lograrlo. Sumiéndole en un momento de introspectiva revelación, en el que la vida le muestra su verdadero ser, al devolverle el azogue de su conciencia una imagen, tan repulsiva como necesaria, ante la que sólo queda su plena aceptación. Abrazar su destino.

Fotograma que retrata el culmen nadiral del héroe trágico por excelencia, y ápice del talento fotográfico de un Gordon Willis que, nuevamente a las órdenes de Coppola, caracterizó, de esta guisa, la intensa significación del instante descrito. Las consecuencias que irreversiblemente arrastra el hombre que, sumido en la dinámica de un poder que pretende dominar, resulta absorbido. Hasta su pleno vacío.

Final demoledor para la secuela de una obra rompedora del tópico que pesa sobre toda segunda parte, fijadora de un indeleble imaginario, y referente seminal de tantas otras películas y series que han abundado en su género durante el último medio siglo. Cincuenta años de consagración de la mafia como forma cinematográfica desplazada a partir de la que retratar, y denunciar, los excesos de las lógicas de todo poder oligárquico. Y del marco general capitalista que todo lo contiene. Que todo lo exacerba.

Pues ya en la apertura del plano inicial de la trilogía, arrancado desde las tinieblas, no se hace sino constatar impúdicamente el credo compartido por todos los participantes en la trama. Ganadores o perdedores. Conscientes o no. Jugadores, todos ellos. El de la ficción fiduciaria que enmarca y condiciona su conducta. La del dinero como mecanismo social fundante de toda realización personal, dignificación moral y respetabilidad pública. Y la violencia, de todo tipo, como mero instrumento para su consecución. Fresco contemporáneo de este mundo nuestro. «I believe in America…».

El poder conforma tanto a quien lo ejerce como al que lo padece. Ahí reside el inmarcesible encanto de The Godfather. La impúdica constatación de una condición compartida. La de un modelo humano del que todos somos resulta. Y ninguno inocente. Intimidantes y amenazados habitantes de un plano ordenado conforme al par de coordenadas antedichas. Dinero y violencia.

Dupla de incentivos que hacen de éste un mundo poblado de animales ávidos y temerosos, dispuestos a bailar al son de la brutal tarantella impuesta. Haciendo al hombre venal. Frágil. Corruptible. Aquiescente ante la miserable realidad dada. Y la entienda así. Inmutable. Incuestionable. Una oferta que no se puede rechazar.

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