Cuando la voz sale de las entrañas

Por Mari Ángeles Solís del Río.
Difícil es hablar de arte cuando no se siente. Silencio que se acumula por las veredas de un recuerdo que yo tuve el privilegio de sentir. Cosas que no se olvidan aunque pasen mil años, y voces que no llegan a alcanzar la belleza que un arte merece. No sé si, quién lea este artículo, y no esté de acuerdo con mis planteamientos, pueda encender la llama de un debate, en mi opinión estéril y, sin pretender tomar una actitud chulesca, puedo asegurar que sé perfectamente de lo que hablo, por qué lo digo, cómo lo digo, ya que han sido enseñanzas que aprendí desde la cuna. Sin desmerecer, no es mi intención, lo que se hace ahora con ese nombre, sólo pretendo que sepamos distinguir entre pureza y no pureza. Aunque en mis momentos de rabia, reconozco que, califico al hecho de llamar “puro” a algo que no lo es, prostitución.
La voz del pueblo es una voz que sale de las entrañas. Una voz, o, más bien, un quejido de una pena, de las “duquelas” de los hombres, un lamento que surje de la opresión y de la desigualdad. Mi recuerdo es de una noche de primavera, de un patio abandonado con sillas de madera apiladas y un inmenso jazmín. Aquel olor a jazmín aún hoy me conmueve. Había llegado allí huyendo de una habitación impregnada de tabaco, de rostros transformados… y, tras bajar unas escaleras de caracol, con la poca habilidad de una niña de tres años, me encontraba en medio de aquella oscuridad donde el olor a jazmín me hacía sentir la conmoción de transportarme a algún extraño lugar. Oí el quejido de una copla que decía así:
“Señor que vas a caballo
y no das los buenos días.
Si el caballo renqueara,
otro gallo cantaría”.

Era una voz perfecta, redonda, pura… la guitarra acompañaba. Acompañaba… porque, aquella voz, no buscaba la coordinación con la guitarra; sino que era la guitarra quien tenía que armonizarse con la voz. Dudo que, en aquel momento, fuese consciente de que la desigualdad que encierra esa copla, iba a acompañarme, a través de los años, e iba a llegar un día en que iba a luchar por una ideología progresista que me llevase a aborrecer la desigualdad, la opresión y la injusticia. En aquel momento, sólo fue la voz lo que me eclipsó. Era una voz redonda…
Hay un arte universal que ha pervivido a lo largo de los siglos. Hay un arte que nos amarra al dolor del pueblo, al desamor, al tormento, a la injusticia, a las desigualdades sociales y a la dureza de la rutina de quien vive “abajo”. Ese arte es el arte flamenco. El pueblo tiene tal sensibilidad lírica que el trasfondo poético del flamenco es indiscutible.
Pero, quizá los lectores, se pregunten a santo de qué, planteo mi queja en el primer párrafo. Y la respuesta es muy sencilla, también mencionada anteriormente. La razón de mi queja es la pureza. Porque me conmueve lo profundo, porque respeto lo “jondo”… admito el mestizaje, pero el alma de aquella niña embriagada del olor a jazmín, pide a gritos que no se confunda una cosa con otra. La fusión es buena siempre que enriquezca… pero “flamenco “jondo” es una voz, una guitarra y sentimiento. Y nada más.
Caballero Bonald definió el Cante como una “mordedura de lo negro”. Porque cuando la voz sale de las entrañas y es seguida por la guitarra, todo se oscure y se ilumina el “duende”. Hoy en día, no he vuelto a encontrar una voz redonda que traslade la pureza. Hoy en día, cuando se habla de flamenco, y acudo presurosa a sentir el arte, me encuentro con mezclas que echan por tierra aquella perfección de antaño. Y me entristece… Quedan ya pocos, muy pocos que defendieron y lucharon por la pervivencia de “lo puro”, quedan pocos de aquellos ortodoxos del Cante.
Para finalizar, una confesión. Aquella niña, era yo. Aquella voz era de Pepe Menese, cuyo ritmo y musicalidad, cuya perfección recordaba a Antonio Mairena. Aquel jazmín duerme en mis recuerdos y, también en mis recuerdos me suele traer, en las noches de primavera, a ritmo de siguiriya, aquella copla que rezaba:
“Qué dolor del pueblo
que ha soportao.
Golpes y golpes. Y más golpes…
en el mismo lao”.

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