“Cohetes”, por Gonzalo González Carrascal.

Gonzalo González Carrascal.

Gonzalo González Carrascal · glezcar.articulos@gmail.com.
Como la cuenta atrás previa a un lanzamiento espacial. 4…3…2…Park Avenue. En tal dirección se erige, desde 2015, el rascacielos que ostentó durante un lustro el fatuo honor correspondiente al edificio residencial más alto del mundo. Con casi trescientos veintiséis metros, este raquítico Goliat, de faz anodina, conforma, junto a otros siete juncos de la misma guisa, lo que ha venido a bautizarse como el Billionaires´ Row.

Situado al sur de Central Park, en el distrito comercial de Midtown en Manhattam, este ramillete de colosos, construidos sobre las cenizas de aquel mundo azotado por la crisis de 2008 que aún reverbera en la precaria experiencia del nuestro, alberga los apartamentos más onerosos del planeta.

Dotada de las comodidades y servicios que sólo la certeza arrojada por un despreocupado cheque en blanco puede mantener, y concebida como entorno enteramente autosuficiente en el que sus propietarios garanticen para sí la discreta compañía de sus iguales, esta hierática pléyade de condominios se yergue como orgullosa atalaya de un presente que no oculta suyo.

Desde sus altos apartamentos, a través de cualquiera de los enormes ventanales que colman sus líneas de fachada, la visión en lontananza acaricia la curvatura de la Tierra, resultando difícil imaginar algo que pueda no quedar al alcance de la extensión del brazo de quien mira, ni envanecerse ante la desapegada perspectiva de una urbe reducida a mera trama colmada de despersonalizados puntos errantes. Si acaso las nubes permiten siquiera su visión. Apartamentos para el apartamiento. Y la enajenación. De la sociedad y de uno mismo.

Ahormados por el aislamiento. La necesaria consigna de los ganadores del especulativo juego financiero que Tom Wolfe ya pronosticara en su Hoguera de las vanidades, al empezar ya en fechas de su redacción -plena era Reagan- a eclosionar y que hoy presenciamos en su deslumbrante madurez globalista, mientras los edificios que los cobijan proyectan -extendiéndose más allá de lo imaginable- la sombra de su ascendiente sobre la cuidada escenografía de la ciudad epítome del capitalismo.

Desencadenado por el boom de la creciente inversión extranjera internacional procedente de los mercados de capital, bajo la multiplicidad de formas y motivos posibles para su arribada, el estruendoso despegue hacia las nubes de estas edificaciones ejemplifica el ascenso del nuevo modelo humano de éxito alumbrado por el actual esquema económico e ideológico, así como su encumbramiento sobre toda regulación urbanística que exija plegarse a orden común alguno.

Asimismo, su erguida presencia logra el paradójico resultado del encuentro y la segregación simultáneos, sobre el damero de la metrópoli, a través de la perspectiva impuesta por el sentido de una verticalidad pasmosa. La forzada actitud sumisa de quien levanta la mirada hacia arriba. La condescendiente indiferencia de quien desde allí siquiera distingue al que lo hace.

Óptica asimétrica, la de este mundo nuevo, la de este hombre nuevo arrellanado en su penthouse, alumbrado por dinámicas que sólo ahondan en la ventaja de aquél que tiene frente al que no, a través de esquemas que no pretenden objetivo más elevado que el propio beneficio, ni consideración más alta hacia el otro que la esbozaba por Harry Lime desde la cabina de la gigantesca noria vienesa. Un mundo tan altisonante como un chupinazo. Y tan fútil como el fuego de artificio que resulta.

Así, el ascenso a los cielos del nuevo hombre surgido de éste habrá supuesto un gran salto para sí, pero un más que dudoso paso para la humanidad. Houston, tenemos un problema.

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