“Viva Madrid que es mi pueblo (y 4). De crímenes y criminales”, por Víctor Arrogante.

Víctor Arrogante.

Víctor Arrogante · @caval100.
Madrid ya no es lo que era. En mis tiempos de niño, allá por los años cincuenta, cuando se cometía un crimen Madrid se conmocionaba. Había tiradas especiales de los periódicos matutinos ABC, Ya o la Hoja del Lunes y hasta de los vespertinos Informaciones, Pueblo, Madrid.

Hoy vienen a mi memoria una serie de crímenes, que ocurrieron en lugares cercanos y frecuentados por mi, o persona conocida y que por ello, me han impresionado de forma especial. Porque Madrid también es famoso por sus crímenes. Unos políticos, atentados, magnicidios y “pasionales”. Otros contra mujeres víctimas del terrorismo machista y muchos más por el robo y el pillaje, que tienen menos interés, salvo que los cometa algún famoso o haya sido víctima.

Voy a referirme a historias de crímenes que se han cometido cerca de mí. Recuerdo el “caso Morris” o “crimen de Jarabo“, que ocurrió en la calle López de Rueda y Alcalde Sainz de Baranda, enfrente de donde vivía un compañero de colegio. También el “crimen del baúl“, en la calle Hermosilla, cerca del Paseo de Ronda (hoy Doctor Esquerdo), que yo frecuentaba con mi madre, pues allí vivía otro compañero de colegio.

Corriendo el mes de agosto, del treinta año triunfal de la España invicta −año 1969 de nuestra era−, tras haber sido cautivo y desarmado el Ejército Rojo y alcanzado las tropas nacionales sus últimos objetivos militares en 1939, todavía se dejaban notar las represalias, por el gran número de encarcelados y por la miseria de sus familias. En un descampado del barrio de San Blas, cerca del ambulatorio medico de García Noblejas, se cometió un crimen pasional. Un hombre mató a su amante, de 17 puñaladas. Los celos, le habían hecho perder la cabeza: “quería abandonarme”, dijo, y lo asesinó, con premeditación, alevosía, nocturnidad y ensañamiento.

El asesino convicto y confeso, era hermano de una amiga de mi madre, por lo que la historia la viví, como si hubiera sido testigo de los hechos, ¡otro asesinato en mi entorno! El asesino estaba casado −parece ser que no tan feliz como se apreciaba− y tenía dos hijas de corta edad. Era propietario de un puesto de frutas y verduras en el mercado de la Cebada de Madrid y algunos días, acudía a ayudar a su cuñado, propietario de un bar en Sancho Dávila, enfrente de la Plaza de toros de Las Ventas.

Un domingo, tras la corrida de toros, se presentó en el bar Francisco Fernández Fontecha, con el fin de esperar a que Gregorio García Gámez terminara su jornada de trabajo y salir a tomar algo juntos. Sobre las 21:00 horas Gregorio dio por terminado su trabajo. Aprovechando un descuido de todos, Gregorio se apoderó de un cuchillo de cocina de grandes dimensiones y lo ocultó en la chaqueta. Ambos hombres, Gregorio y Francisco, eran amantes ocasionales, aunque Gregorio tenía a Francisco como de su propiedad. No consentía la separación que Francisco le había anunciado unos días antes. Junto al descampado que había cerca del ambulatorio médico, se produjo una fuerte discusión. Francisco insistió en que quería dejar la relación amorosa. Gregorio no lo consintió: “o eres mío o de nadie”, llegó a decir.

Según quedó probado en el juicio, “preso de locura”, sacó el cuchillo que ocultaba y empezó a acuchillarle, contándose hasta 17 puñaladas, tres mortales de necesidad. El amado despechado, presa de una gran excitación, se dirigió al bar propiedad de su hermana Cloti, en la calle José Luis de Arrese en el barrio de La Elipa. Una vez allí, dijo: he matado a un hombre y comenzó a sollozar sin consuelo.

En 1955, frecuentaba con mi madre la calle Hermosilla, junto al Paseo de Ronda, donde vivía un compañero de colegio. De subir tranquilo, contento y confiado al primer piso, a entrar en el portal rayando el espanto. Se había cometido el famoso “crimen del baúl” o asesinato en la calle Hermosilla. Cuentan las crónicas que el día 8 de noviembre de 1955, Francisco Santonja, declaró en la comisaría de policía de Buenavista, la desaparición de su hermano Manuel, de 38 años de edad, soltero, actor y en aquel momento pedicuro y que vivía en la calle Hermosilla, número 127, primero, letra E.

Francisco, que vivía en la cercana plaza de Felipe II, se dirigió a Hermosilla, encontrando el piso casi vacío. Había desaparecido un aparato de radio, un mueble bar, las cortinas, alfombras, cuadros, ropa de mesa y ropa interior. No quedaba más que la cama, el colchón y dos armarios. En un rincón de la alcoba, numerosas fotografías rasgadas de la familia y de artistas muy conocidos, así como la documentación militar de Manuel. Observó también que en las paredes había huellas de sangre, así como en el pasillo, que habían sido raspadas. La policía, que es muy sagaz, cuando oyen sangre entiende que hay herida y se personó en Hermosilla para comprobar los hechos denunciados.

Manuel Santonja, desaparecido misteriosamente, había sido actor de verso y había llegado a figurar en importantes compañías. Al parecer, Manuel se movía en círculos frecuentados por homosexuales y recibía muchas visitas. Uno de los habituales era Jesús Lacosta, un delincuente que acostumbraba a hacer chantaje a sus clientes tras mantener relaciones íntimas. Con Manuel Santonja utilizó el mismo método, amedrentándole con pregonar su condición homosexual. En un momento determinado, Santonja se negó a seguir pagando, y eso le llevó a la muerte. La portera de la calle Hermosilla, recordaba que un muchacho joven, ayudado por dos hombres desconocidos, bajaron un baúl-armario de grandes dimensiones −de los utilizados por los artistas− y que lo cargaron en un carro sin que nadie sospechara nada.

La Brigada de Investigación Criminal, tras las diligencias ordenadas por el juez instructor y una rápida investigación, detuvo a dos hombres, en cuyos domicilios se encontraron prendas de vestir del desaparecido. Alguien empezó a pensar que lo del baúl era algo extraño, sobre todo cuando otro de los investigados declaró, “que al regresar por la noche a su domicilio, vio en el patio de su casa un baúl, que había sido llevado allí por su sobrino Jesús Lacosta”. Jesús había enterrado el baúl en un descampado cerca de La Veguilla en Tetuán de las Victorias, donde lo encontró la policía con la comitiva judicial, que tras abrir el baúl, encontraron el cuerpo sin vida de Manuel Santonja Sempérez. Su cadáver presentaba dos puñaladas, una el pecho y otra en la espalda. Su cadáver desnudo, había sido desangrado en la bañera de la casa por Jesús, que fue detenido en Barcelona. Hoy sesenta y cincos años después, cuando paso por delante de la casa, me acuerdo del “crimen del baúl” y hasta me estremezco.

Siguiendo con los recuerdos, sobre crímenes ocurridos en Madrid, recuerdo, el crimen de Jarabo. Los acontecimientos ocurrieron en mi barrio, entre las calles Lope de Rueda y Alcalde Sainz de Baranda. Fue en el verano de 1958 (entre el 19 y el 21 de julio), cuando José María Jarabo Pérez-Morris, de 35 años, cometió un cuádruple asesinato, dejando a Madrid horrorizada. El crimen fue atroz, cuatro muertes a sangre fría, dos hombres y dos mujeres, una de ellas embarazada. El asesino era de postín, de buena familia, alumno del colegio El Pilar, todo un señor, elegante y recriado en Estados Unidos. Era sobrino del entonces presidente del Tribunal Supremo, Francisco Ruiz Jarabo, que después sería ministro de justicia de Franco.

Frente al número 19 de Alcalde Sainz de Baranda, uno de los lugares del crimen, vivía mi compañero de colegio Emilio Díaz. Mirábamos la tienda de compraventa Jusfer e imaginábamos haber sido testigos presenciales de los asesinatos. El día 21 de julio, el dueño de la tienda, Félix López, caía muerto por dos balazos. En la cercana Lope de Rueda 57, fueron encontrados tres cadáveres: Emilio Fernández, socio del anterior, su esposa María de los Desamparados Alonso, muertos a tiros y Paulina Ramos, la sirvienta, de una puñalada en el corazón.

Los hechos probados, según sentencia del Tribunal Supremo fueron los siguientes: En el verano de 1958, la ciudadana inglesa Beryl Martin Jones −casada y amante de José María−, le pide que le devolviera el brillante, obsequio de su marido, que le había entregado para su empeño. La joya estaba valorada en cuarenta mil duros y Jarabo había obtenido cuatro mil pesetas. Existía una carta con detalles personales que ponían de manifiesto la relación adúltera entre ambos, que también quería recuperar. Jarabo, que no tenía dinero para recuperar la misiva ni lo empeñado en Jusfer, trama un plan macabro. El 19 de julio, fue al domicilio de Emilio en Lope de Rueda. Abrió el ascensor con los codos para no dejar huellas. Paulina, la criada que estaba sola, le abre la puerta y le acompaña al salón. José María, que ha premeditado todo y no quiere dejar testigos, la sigue a la cocina y la golpea con una plancha en la cabeza. La muchacha trata de defenderse sin conseguirlo; un chuchillo de cocina le parte el corazón. A continuación llega Emilio, y Jarabo, escondido, le dispara en la nuca.

Amparo, la esposa de Emilio, llega a casa y se encuentra con Jarabo, que se hace pasar por inspector de Hacienda. La simpatía y labia del asesino intenta calmar a la señora extrañada de no encontrar ni a Emilio ni a Paulina. Se da cuenta de que algo pasa y huye. Jarabo la atrapa en su dormitorio y sin mediar palabra le dispara en la cabeza produciéndole la muerte en el acto. Amparo estaba embarazada. En la vivienda no encontró ni la carta ni la joya que Jarabo quería recuperar. Se cambió la camisa ensangrentada. Pasó la noche en la casa, la mañana en el cine Carretas y la tarde en la pensión de la calle Escosura donde vivía.

Jarabo fue condenado a cuatro penas de muerte, aunque solo pudo ejecutarse una. El 4 de julio de 1959, un año después de cometidos los crímenes, en el patio de la cárcel de Carabanchel, le dieron “garrote”. Como era un hombre de complexión fuerte, tardó veinticinco minutos en morir, con las vértebras del cuello descoyuntadas, tras cinco vueltas de tuerca. Daniel Sueiro entrevistó al verdugo en su libro Los verdugos españoles: “Era un jabato así de alto. No paró de beber güisqui y fumar. A las cinco oyó misa y comulgó. Sabiendo que iba a morir, se puso los dientes de oro”.

Paseando con mi madre por la plaza de Las Salesas, vimos un andamio de obras junto al Palacio de Justicia. Mi madre, preguntó aun guardia muy educada: ¿es aquí donde van a matar Jarabo? y el guardia gris y seco, le contestó: no señora.

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