“Nemo”, por Gonzalo González Carrascal.

Gonzalo González Carrascal.

Gonzalo González Carrascal · @Gonzalo­_Glezcar.
Mediado a través de la pantalla de sus móviles, la tribuna de autoridades muestra sin reservas el pasmoso asombro que la escena presenciada despierta. Al frente, mirada en alto, un radiante Presidente proyecta -en su medido hieratismo- el contenido orgullo por la fascinante iniciativa de uno de los hijos de la República. Suspendido sobre el eje del trazado de la magna avenida que sirve de escenario -con el punto de fuga en el triunfal arco al fondo-, Franky Zapata queda enmarcado en la feliz perspectiva de un héroe encumbrado. Consagrado. Ante una perpleja ovación sorda sólo rota por el rugir de la potencia de su ingenio.

Extático ante la apoteósica sublimación de su público reconocimiento, sus pensamientos se mecen acompasados sobre la plataforma voladora. Largos años de callado y oculto sacrificio se agolpan con regocijo ahora en su mente, bregados en pulso constante contra la insatisfacción del tedio presente -que asalta a todo creador- y la sempiterna amenazadora sombra del fracaso perfilada en el horizonte, tras la feliz acogida de una nación que reconoce y es sabedora del deber de capitalizar -y poner en valor- el fruto de la actitud de sus más aptos ciudadanos.

Bajo la monótona fórmula de apertura presidencial del desfile –“la innovación es una prioridad y responde a dos imperativos: autonomía estratégica y superioridad operativa de las fuerzas armadas”- Francia se reconoce erguida sobre los hombros de sus gigantes. Una consciencia inmanente en la que reverbera la subyacente obstinación revolucionaria por resquebrajar el anquilosamiento estamental -y la miseria servil- que el linaje y la sangre imponen. Sólo aceptante del reverencial respeto -y devoción- hacia una suerte de aristocracia de la inteligencia y del mérito civil republicano que la instauración de la Legión de Honor por el “Pequeño Corso” supo tan bien consolidar. Un fascinante terrón de azúcar de remolacha disolviendo la hegemonía comercial británica del Caribe bien vale el reconocimiento de todo un Imperio.

El tiempo. En su dimensión común, algo anecdótico si la esencia moral que dinamiza una sociedad no se ve alterada. Simple. Monocorde. Lapidario discurrir de instantes censados e hilvanados conforme a un relato institucional que instaura -y fuerza- la interiorización por cuenta del sujeto de la fijación dicotómica incentivo/castigo -elogio/escarnio-, que cristaliza la mente y conductas de las sucesivas generaciones que operan conforme a él. Consolidando el asumido comportamiento de incontestable continuidad que impone. Extendiendo la reverberación, en los siglos, de la virtud o el envilecimiento de un pueblo. Haciendo de la vida un permanente ver volver. Vacío. Arbitrario. Y cierto.

  1. El tiempo. Algo anecdótico. Entre la humareda de vapor aparecen recortadas las figuras de un pequeño cortejo portando un féretro. Con mirada gacha y perdida, la viuda recorre con la vista el frío vacío del andén de la estación. “¿Dónde está España?”– musita para sí en su aflicción. Nadie, salvo un puñado de trabajadores de su fábrica Eléctrica Peral, acude a honrar al finado. En un postrero acto de devoción, Isaac regresa -así- a abrazar al país que le niega el reconocido recuerdo.

El avezado marino, polimata, pionero en el estudio de la aplicación de la electricidad, trató de dinamizar España y contribuir a reforzar su debilitada posición colonial de ultramar con la fuerza del entusiasmo de su inventiva. El brillo de su genio nos regaló el prometeico fulgor de la oportunidad que sólo la rara combinatoria de inteligencia y lealtad puede llegar a alumbrar un país. Y que quedó extinguido dentro de un asfixiante laberinto político e institucional que saboteó no sólo al genio sino, también con él, toda opción de modernidad y cambio que pudiese suponer una opción al conjunto de la nación de afrontar la convulsa decepción e incertidumbre que todo fin de era conlleva, de un modo menos precario.

Su submarino eléctrico, plenamente concebido y desarrollado por él, pretendió ser un revulsivo frente a la tendencia depresiva a la que irremisiblemente nos abocaba nuestro secular retraso tecnológico y debilidad económica, en el contexto de una escena geopolítica que pintaba bastos para España. El intento de reanimar las esperanzas de una sociedad introduciendo un nuevo paradigma. Un punto de inflexión.

“Y ha quedado demostrado que, no nato aún, había tenido que recorrer una dolorosa calle de amargura para llegar ya, casi agonizante, a la linde de un calvario”. Dolido. Vapuleado, el eximio cartaginés da testimonio de la suerte que corrió la travesía de su amado proyecto desde sus primeros pasos. El tupido entramado de intrigas políticas e intereses creados lastra su avance hasta finalmente detener el empuje del interés que logró suscitar. Carpetazo y punto final.

Perplejo y hundido los pocos años que le restaron, alejado ya del servicio al que vocacionalmente entregó su vida, sondeó la profundidad del abismo de su exhausta mente. El ahora industrial buscaba la razón del aferramiento de un pueblo a la acomodaticia idea que Unamuno formulase años más tarde bajo el conciso “¡que inventen ellos!”, mientras proyectaba extender fábricas de acumuladores eléctricos por todo el territorio nacional, y con ellas un hálito de modernidad que jamás fue bien acogido.

Seguramente, tal razón la habría fácilmente encontrado bajo las ultrajantes capas de herrumbre, óxido, mierda y desidia, que enterraron a su vacío y expoliado prototipo “Peral”. Fruto de su generosa inteligencia -absoluto motivo de orgullo para cualquier nación sana- y que no supimos -ni fuimos enseñados- sino a despreciar con nuestra indiferencia. Demostrando en la actitud inculcada y asumida de nuestra sociedad una imbatible capacidad para humillar e ignorar todo lo mejor que de ella surja. Condenando a los más grandes de los nuestros a penar en el Tártaro de la ingratitud y el olvido, en lugar de encumbrarles al Elíseo de nuestro reconocimiento compartido, mientras nos sumíamos en una paralizante mezquindad decimonónica de la que conservamos mucho más de lo que querríamos reconocer. Porque el tiempo sólo pasa si registra algún cambio.

Los fundamentos que constituyen los criterios de valoración pública de las acciones individuales orientan su conducta. Aquellos que no valoren las iniciativas de los sujetos que apuesten por contribuir a la mejora de lo común poniendo a su servicio su excelencia sólo contribuyen al fomento de la mezquindad moral de una sociedad y a su envilecimiento institucional, obrando sólo en contra de sus intereses reales. Frente a tal anquilosamiento paralizante de una sociedad sólo resta la pugna por el cambio real de las mentes. La mayor de las convulsiones. La que significa crecer. Madurar. Hacer que el tiempo importe. La revolución más radical a la que debe hacerse frente. ¡Viva Zapata!

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