Hace ahora un siglo (8)

Por Eusebio Lucía Olmos.
Aquel caluroso verano de 1915 comenzó con la noticia del fracaso del empréstito concertado por el Gobierno, que no supo colocar los setecientos cincuenta millones de Obligaciones del Tesoro, a pesar de ofrecer unos ventajosos intereses. El capital del país – invertido en otras empresas de mayor rentabilidad – no respondió a la petición de reponer las depauperadas arcas estatales, pues los títulos demandados no superaron la décima parte de lo ofertado. Por tal motivo, Dato presentó al rey la dimisión de su gobierno, que éste rechazó, invitándole a almorzar en La Granja. La renovada confianza fue aprovechada por el líder conservador para reafirmarse en su política y continuar poniendo trabas a las actividades de la oposición, manteniendo la suspensión del derecho de reunión, mientras crecían por toda España los conflictos sociales por los más variados motivos laborales. Marín, Reus, Puertollano, Béjar, Santiago, Vizcaya, los obreros del mar, la construcción de Barcelona, y hasta el casino de San Sebastián, fueron escenarios y actores de la interminable relación de múltiples conflictos ordenados reprimir – después de haber sido, en muchos casos, también alentados – con extraordinaria dureza por el ministro de la Gobernación, Sánchez Guerra, quien se puso descaradamente del lado de los patronos, en lugar de sofocar aquellos conflictos con los medios a su alcance.
Los derechos de los ciudadanos madrileños eran en aquellos momentos mancillados ya desde la propia carestía del precio del pan, a lo que vinieron a unirse los derivados de su reparto. El diario transporte de tan básico alimento a despachos auxiliares de las tahonas, en puestos callejeros, cafés, conventos, etc., era una de las más duras tareas de la panadería, pues tenía que ser ejecutada por los obreros tras fatigosas jornadas de trabajo de doce o catorce horas en el obrador, por los 15 reales diarios que cobraban como salario. Los bruscos cambios de temperatura y humedad que se veían obligados a padecer con ello, se unían al esfuerzo físico necesario que tales tareas requería para cargar en sus cabezas un cesto de pan que habían de llevar a puntos situados incluso a 3 Km de la tahona, pues en aquellos momentos había en Madrid unas ciento ochenta de éstas y más de mil doscientos de aquellos. La supresión de este reparto había sido constante aspiración obrera, pero que no la habían conseguido incluir en el convenio firmado hacía año y medio con los patronos, que fijaba en 34 Kg el peso máximo a transportar, si bien había patronos que les hacían cargar hasta 65. De hecho, la mitad de los fabricantes madrileños empleaban ya una flota de carros con sus correspondientes conductores para este reparto, habiendo liberado a sus obreros de tan penoso servicio suplementario, por lo que unas cuantas cuadrillas de las que aún eran obligadas a ello – sin consultar previamente con la Sociedad del Pan Candeal, a la que pertenecían –, se negaron a realizarlo, acordando la patronal, protegida por las autoridades, un despido general como escarmiento, a lo que respondieron indignados los dos mil obreros del sector. La dura postura patronal estaba avalada por la circunstancia de que el alcalde, don Carlos Prats, era propietario de una céntrica pastelería a la entrada de la calle Arenal. Pero, a pesar de este importante apoyo, y de su justificación como incumplimiento del contrato por parte de los obreros, lo que los patronos habían declarado era un verdadero lock-out que, además, al haberlo hecho sin aviso previo, como marcaba la ley, lo habían convertido en acto delictivo.
La mayoría de los patronos había sido en su día obreros que, tras conseguir evitar la mortal tuberculosis, e independizarse y montar su propio negocio, se negaban a recurrir al jurado mixto, tal y como se estipulaba en el convenio, lo que les hubiera dado posterior audiencia en el Instituto de Reformas Sociales. La razón era muy simple, pues lo que había realmente detrás del conflicto eran los deseos de aquellos de romper lo pactado y subir el precio, además de buscar con ello la desunión obrera. Muchas tahonas, sobre todo las del extrarradio, permanecían cerradas por miedo a ser asaltadas, lo que provocaba escasez y encarecimiento del malo y mermado pan que con dificultad se encontraba. Los tahoneros que trabajaban, ayudados por parientes y esquiroles, fabricaban un pésimo pan, con objeto de dar la sensación de que la ciudad no estaba desabastecida. Las piezas puestas a la venta eran casi todas faltas de peso. El pan de kilo se debía de vender a 44 céntimos, dos libretas de medio kilo a 46, y cinco panecillos de 200 gramos, a 50. Pero si el parroquiano exigía el peso correcto, se le cobraban 50 céntimos por el pan de kilo, en lugar de los 44 debidos. La Casa del Pueblo montó un sistema de repeso donde se pudiese comprobar el del comprado, y El Socialista y El País venían animando a denunciar los numerosos y continuos casos de fraude, recomendando a las mujeres exigir el repeso, y en caso de falta presentar la correspondiente denuncia en la comisaría del distrito, acompañadas de un guardia de seguridad.
Para evitar incidentes que empezaban a ser habituales entre compradoras y tahoneros, o entre piquetes coactivos y patronos o sus capataces, tanto los despachos como las propias tahonas estaban muy vigilados por agentes de policía y guardias de seguridad, a pie y a caballo, pero que, sin embargo, no impedían la venta del falto de peso. En los Cuatro Caminos se formó una manifestación de mujeres, que llegó hasta la glorieta de Bilbao, donde fue disuelta por las fuerzas de orden público. Pero pronto se rehizo en la Corredera, llegando al Gobierno Civil, donde el señor Sanz Escartín recibió a una comisión que le mostró ejemplos palpables de panes con notoria falta de peso. Hubo en Madrid numerosos tumultos con los consiguientes heridos y detenciones, pero lo cierto fue que el peso se llegó a reducir hasta en más de 300 gramos por kilo.
Los siguientes días se supo que precisamente dos guardias de seguridad denunciaron en la comisaría de Congreso al propietario de la tahona «El Siglo», de la popular calle de Moratín, pues tras comprar dos piezas de a kilo de 44 céntimos, pidieron fueran pesadas ante la clara escasez de su tamaño. La negativa del panadero provocó que los compradores pesasen las piezas en una próxima tienda de comestibles y delante de varios testigos, resultando que a una le faltaban 220 gramos y a la otra 230. Los funcionarios presentaron la correspondiente denuncia ante el Juzgado de guardia de la Casa de Canónigos, y el panadero, al ser conocedor de la misma, huyó de su domicilio. La noticia corrió por Madrid y animó a que los vecinos – casi siempre vecinas – imitasen el ejemplo, generalizándose la presentación de denuncias ante los juzgados, algunos de los cuales en un principio habían mostrado cierta reticencia a aceptarlas. Por otra parte, en los distintos mítines contra el escamoteo de las libertades ciudadanas se hacía también mención especial al escándalo del peso del pan, imprimiéndose multitud de octavillas explicativas del proceso a seguir para presentar las denuncias. Las resoluciones favorables a las demandantes produjeron multas y detenciones de algunos tahoneros, animando a otras muchas mujeres a seguir el ejemplo. Por fin se consiguió la intervención del gobernador civil, quien logró reunir al inepto y pastelero alcalde y al director de Seguridad, y negociar con los patronos y obreros por separado para llegar a un principio de acuerdo por el que se reintegraban éstos a los obradores, en tanto una comisión mixta estudiase sus demandas. Tras vencer la resistencia de unos cuantos patronos que se negaban a admitir a los obreros que volvían al trabajo y discutir ciertos flecos subsiguientes, quedó por fin el reparto suprimido, si bien la merma en el peso continuó siendo práctica habitual hasta que los patronos consiguieron la autorización de la subida que buscaban, a pesar de que la publicidad de las multas y arrestos de los infractores que facilitaba diariamente la prensa obrera, debería de haber servido de escarmiento para todo el colectivo. Cada infracción denunciada y condenada le solía suponer al panadero entre 10 y 12 duros, sin contar el posible arresto, pero la práctica se extendió por casi todas las ciudades españolas, llegando aquellos a pretender cumplir a regañadientes lo legislado, complementando el peso de las piezas con trozos de pan de días anteriores.
Por fin, a mediados de agosto, los tahoneros madrileños elevaron el precio a 50 céntimos el kilo, sin ni siquiera dar conocimiento a la autoridad municipal, quien respondió ordenando la inmediata abolición de tal medida. En esta ocasión, el alcalde llegó incluso a reconocer la práctica habitual por parte de muchos tahoneros de sobornos a guardias municipales, inspectores e, incluso, a tenientes de alcalde. La contradictoria réplica no se hizo esperar, pues a mediados de septiembre el gobierno, si bien obligó a dimitir al señor Prats, manteniendo la anulación de la subida, desautorizó al mismo tiempo los repesos y denuncias, absolviendo a los tahoneros denunciados. Aunque la presión de los industriales del sector ante el nuevo alcalde, José del Prado y Palacio, posibilitó que los últimos días del mes se aplicasen definitivamente los nuevos precios en los distritos menos conflictivos, Centro y Palacio, que se ampliaría días más tarde a los de Buenavista y Hospicio, y así sucesivamente, terminando por cansancio con tan importante reivindicación social.
La actitud reaccionaria del Gobierno, con la constante suspensión de actos políticos de la oposición, tenía envalentonada a la derecha del país, como lo ocurrido en Barcelona un domingo del mes de julio, durante el mitin celebrado en el teatro Soriano, con la rebuscada excusa del aniversario de la toma de la Bastilla, en el que intervino el líder radical Alejandro Lerroux. Al parecer, las fuerzas de seguridad ocupaban desde muy temprano el Paralelo, la Rambla y las calles adyacentes, mientras frente al teatro se identificaban claramente diversos corrillos de policías de paisano, mezclados con otros de radicales que no habían podido entrar, pues el local estaba lleno desde primera hora de la mañana. Grupos de «jóvenes bárbaros» lerrouxistas habían recorrido previamente la ciudad, anunciando la celebración del acto. La llegada de jefe radical fue acogida con una enorme ovación, mientras que Hermenegildo Giner de los Ríos, que lo presidía, pedía infructuosamente orden y serenidad. El orador comenzó por fin su intervención recomendando también lo mismo, hasta en caso de que el delegado gubernativo decidiera suspender. Tras hacer ligera mención del teórico motivo de la convocatoria, entró a repasar la situación nacional, describiendo la grave crisis constitucional imperante, fomentada por la pasividad del Gobierno. Mencionó el reciente fracaso del empréstito y la ridícula crisis posterior, acusándole de estar agazapado tras de la neutralidad, mientras se producía la ruina de España, cuya riqueza pasaba poco a poco a manos extranjeras. Declaró que las peticiones de reforma presentadas por Cataluña son contestadas con acusaciones de separatismo y repasó la situación interna de los partidos políticos y el conflicto europeo, asegurando que si España dispusiera de medios, debería entrar en liza junto a los aliados. Los grandes aplausos que siguieron a tal aseveración no impidieron que el delegado del Gobierno le llamara la atención, provocando las consiguientes protestas de los asistentes. Una vez calmados los ánimos, insistió Lerroux en que España no se encontraba en condiciones de prestar ayuda ni apoyo a ninguno de los combatientes, lamentando el derroche de vidas y dinero que se estaba llevando a cabo en Marruecos. El delegado le llamó al orden por segunda vez, pero el orador continuó hablando de la guerra, por lo que aquél declaró suspendido el acto; pero mientras la autoridad requería a la fuerza pública y se procedía a desalojar el local, Lerroux continuaba hablando. A pesar de la serenidad recomendada por éste, el tumulto que se organizó fue apoteósico, como las crónicas periodísticas del día siguiente describieron.

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