“Rocky”, por Gonzalo González Carrascal.

Gonzalo González Carrascal.

Gonzalo González Carrascal · @Gonzalo­_Glezcar.
«Uno…». «Dos…». «Tres…». Permanece tendido sobre la lona. Aturdido. Noqueado tras su último asalto contra un crecido y postrero oponente. Observo –entristecido- su mirada apagada. Despojada del brillo vital de la consciente inteligencia que siempre alumbró nuestros asiduos encuentros. Tan cercanos. Tan distantes.

Todo cuanto nace lo hace espontáneamente. Y sí. Así fue también en aquella ocasión. Hastiado del tedio paralizante del momento, e impulsado por la irrefrenable necesidad de desentumecer mi cuerpo -de desembotar mi mente- junto a un compañero de altura, decidí llamar a su puerta.

¿Qué le llevó a abrirla? Tal vez un prurito de generosa curiosidad ante la posibilidad de ejercitarse con un nuevo contendiente. Tal vez un instintivo reconocimiento en el deseo compartido de ir al encuentro de una lid que nos era -de otro modo- mutuamente vedada. Nunca lo sabré. Sea como fuere, me dejó entrar.

Desde entonces, semanalmente, nos batimos en el cuadrilátero de la pantalla. Jugando al único juego que la realidad permitía. Que ésta nos impuso. Dos púgiles haciendo guantes. Frente a frente. Tomándose la medida. Conociéndose en cada finta. En cada quiebro de cintura. En cada golpe.  

¿El pretexto? ¡Como si acaso importase…! Cualquier aspecto de la realidad –actual o pretérita, circunstancial o atemporal- era indiferente. Mero fulcro a partir del cual poder reflexionar y exponer nuestras respectivas ideas. Líneas de razonamiento afines o dispares. Componiéndose. Contraponiéndose. Envolviéndonos en una esgrima de pensamiento que supuso el gozo mismo del aquí y ahora que nuestros lances propiciaron mientras –mutuamente- nos iban construyendo.

La acción imprime carácter. Y hace al hombre. Por ello, resulta innegable el aprendizaje experimentado durante el transcurso de aquel tiempo. Años que, a su lado, me permitieron depurar mi razonamiento. Escrutar los detalles. Perder todo miedo. Perfeccionar un estilo. Endurecer la pegada. Aprender a esquivar mejor los golpes. Y a encajarlos sin muestra alguna de haberlos siquiera recibido. Haciéndome más duro. Maduro. Mejor.

Conocerle y trascender a su lado fue un regalo. Pues, poder crecer a través del trato continuo y sincero con una persona de talla ética e intelectual es, sin duda, una de las más sugestivas oportunidades con que la vida puede agasajarte. Permitiéndole a uno disolverse en el transcurso irremisible del tiempo de manera no disoluta. Sino digna y significativa.

Su naturaleza fue idónea para ejercer esa benéfica influencia en mí. La de un peso pesado, de verbo y movimientos precisos y cadenciosos. Un fajador templado junto al que pude ejercitarme. Pulirme a través de la fricción con él en el tiempo. Y en ese devenir, las hojas fueron agostándose y cayendo del calendario a la par que se sucedían los avatares y daños que la vida impone en toda biografía. Sin embargo, aquella cita se mantuvo incólume. Martes 10 am. Nuestro encuentro en la cumbre.

La fuerza de la costumbre de su trato me llevó a olvidar la identidad, que no la entidad, del hombre que era. Hubiese sido paralizante de otro modo. Pues, ni con el sociólogo, ni con el catedrático, ni con el hombre público, fue con quien traté. Sino con la benévola inteligencia de mi rocoso sparring. Mi amigo Amando. Quien lo es, y seguirá siendo necesariamente parte de mi vida, más allá del instante en que el árbitro llegue a contar diez.

A Amando de Miguel Rodríguez

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