Siempre cuento a mis alumnos que a Madrid le falta algo para parecerse a París, el Sena. Aun así, los madrileños y todos los que van a pasear a esta ciudad o a quedarse a vivir en ella, como le ocurrió a la escritora Clara Obligado (Buenos Aires, 1950) hace más de 40 años, deberían saber que existe, pero es subterráneo. Corre de arriba abajo por el Paseo de la Castellana. A la altura de Cibeles se forma una isla, donde está la caja fuerte del Banco de España. Madrid, que significa arroyo en árabe, es una ciudad llena de agua subterránea y de literatura, la de los escritores del Siglo de Oro, la de Galdós, que tampoco era madrileño, pero nunca quiso salir de aquí, la de tantos escritores del siglo XX que te vas encontrando por las placas de las fachadas. Madrid se puede leer en sus libros, y eso es lo que ha hecho Clara Obligado con esta “biblioteca de agua” del Barrio de las Letras.
Se exilió de Argentina cuando empezó la dictadura de 1976, pero no se fue a vivir dentro de un Chagall, como la poeta Blanca Andreu, sino a la calle Lope de Vega esquina con León, donde vivió y murió Cervantes, y donde hay un restaurante argentino de comida italiana que se llama así, precisamente, en el que yo he comido y cenado tantas veces y aparece en mi novela “Las mentiras inexactas”. Por allí había un taller de pintura y escultura donde compré unas cuantas figuras de escayola que todavía me miran de vez en cuando en mi casa. Algo así hizo Clara Obligado con sus vivencias de aquellos años y las de sus vecinos, los de ese momento y los del pasado, que llenan sus cuentos, como ocurre con las hijas de Cervantes y Lope de Vega. Su biblioteca podría ser una de las historias que recogió Ovidio en sus “Metamorfosis”. Es más, nada más empezar a leer este libro, primorosamente editado por Páginas de Espuma, tuve la sensación de que era una especie de Cosmogonía, de relato fundacional de Madrid al estilo de Hesíodo, así como de reconstrucción de la propia escritora a lo largo de los últimos 40 años.
Y esto casi me interesa más.
El otro día estuve en su casa, en la fiesta de fin de curso de su Taller de Escritura Creativa, uno de los más antiguos de España, y me fijé en sus paredes llenas de libros, en la disposición de los objetos, en los rostros y las miradas de los escritores y alumnos que llenaban la terraza. Clara me ofreció canapés en varias ocasiones, e insistió en que eran argentinos. Estuve pensando en ello mientras volvía a mi casa y me decía que Clara Obligado es tanto una escritora de Madrid como de Buenos Aires. Debía confirmármelo la lectura de su libro, que empecé unos días después.
“La biblioteca de agua” parece un libro de relatos, 18 en concreto, aunque en realidad es una novela. Las historias son distintas, pero son la misma historia, la de una mujer que se fue a vivir al centro de Madrid vistiendo unos zapatos rojos y siguiendo el camino de baldosas amarillas de “El mago de Oz”. En la casa de Lope de Vega, Clara Obligado aprendió a pensar las ciudades, como nos dice al principio del libro, a ver “lo grande desde lo pequeño, lo lejano desde lo próximo, la inmensidad de la historia desde alguien que mira por una ventana”. Es decir, se hizo escritora.
Y, como buena escritora que sabe lo que hacer con la literatura, empieza vistiéndose y desnudándose a sí misma y a sus personajes. A veces lo hace en tercera persona con unos zapatos rojos que le sirven para viajar de un país a otro; en otras ocasiones en segunda (“Lo que no se recuerda”, un relato espléndido) y, por supuesto, en primera, cuando los zapatos vuelvan a aparecer. Liz está escribiendo una tesis pensando en la hija ilegítima de Lope de Vega y esto le permite a la autora saltar del estilo indirecto al libre, dejar caer el flujo de conciencia y entrar en el texto implícitamente, algo que siempre me gusta descubrir cuando leo un texto de calidad que, en cierto momento, alude a “Los monederos falsos”, de Gide, una de las obras maestras de la literatura del siglo XX. También valoro esa mezcla de grandes y pequeñas ideas, de la descripción de lo más cotidiano a las alusiones a la alta literatura e incluso el recurso extradiegético del “pasadizo interior” que se encuentra en un tabique antiguo de la casa de su protagonista, es decir, de ella misma. Es una hermosa metáfora que utilizan los escritores que crean “mundos posibles”, como Rulfo, Cortázar y Murakami, y que estudié en la tesis que escribí sobre este último. Así puedes detener los ojos en la abstracción de la imaginación (con el agua embotellada) y llegar en seguida al Museo del Prado mientras descuelgas la vista por un balcón, un socavón o un pozo, y el agua se desliza por la piel de los personajes y la propia escritora.
El sabor de los canapés argentinos que no había probado en casa de Clara no se me fue de la cabeza mientras terminaba este libro posmoderno y arriesgado, bien escrito, irónico, serio, barroco y sencillo a la vez, que camina por las baldosas amarillas de la buena literatura.