“Y en un lejano abril… volvieron a florecer”, por Mari Ángeles Solís.

Mari Ángeles Solís del Río.

Mari Ángeles Solís del Río · @mangelessolis1.
Había siete pinos en aquel llano en la profundidad del bosque. Ningún camino llegaba hasta ellos pero se mantenían fuertes nutriéndose de la vida que agonizó a sus plantas, sus raíces de alimentaron de algo extraño que les daba un brillo especial. Habría querido preguntar a alguien… pero aquel lugar estaba muy solo y yo… yo era aún muy niña.

Durante años y años, la primavera me estuvo llamando hasta aquel lugar. Los pinos imponentes, el fulgor de fuego fatuo que se vislumbraba en ese mismo lugar donde el tronco se sumerge en la tierra y paren las raíces. Era un vómito de luz.

Aquel año, ya no recuerdo cuándo, según me acercaba, observé que aquel lugar solitario había alguien que se movía entre los siete pinos con gran dificultad. Era un viejo que miraba al vacío mientras acariciaba los troncos.

Me acerqué con cautela, aunque sintió mis pisadas. Quedó quieto, sus ojos permanecían inmóviles. Esperaba acaso un reproche… o un grito de dolor.

Hizo un ademán con la mano, tal vez al presentir que las pisadas eran de un pie pequeño que se hundía y escurría en la hojarasca del bosque. Ya a su lado, le miré: la espalda encorvada, sus manos temblorosas, sus ojos ciegos, su frente surcada… le miré, detenidamente. Él no me miró. Con una de sus manos acarició mi cabeza…

“Que hay ahí que desprende tanta luz” – le pregunté.

“Son ellos, los republicanos” – respondió, mientras las lágrimas brotaban de sus ojos tristes y turbios.

Cuando regresaron, derrotados, agonizando por tanto luchar, de defender la libertad, la igualdad, la justicia… cuando regresaron agonizantes, en el pueblo les cerraron las puertas. Era por abril… Y aquel Gobierno ilegítimo del carnicero les condenó a muerte.

Los subieron aquí, a este llano, y les mataron como perros, les dispararon una y otra vez, por la espalda y a la cara, con ese ensañamiento de las almas cobardes cuando se quitan la máscara… les dejaron ahí, tirados, a ellos, los republicanos, que únicamente había defendido la bandera de la libertad”.

¿Qué ocurrió luego?” – pregunté al viejo.

Algunos hombres del pueblo, al saber lo sucedido subieron a por sus cuerpos. Como les prohibieron enterrarlos en el cementerio, los enterraron aquí”.

“¿Al pie de los pinos?” – pregunté con voz sorprendida.

No, no… – respondió el viejo- los pinos nacieron después justo donde enterramos sus cuerpos”.

El profundo silencio de unos interminables minutos fue roto por el canto que un pájaro que alzaba el vuelo.

Usted también estaba aquí cuando los enterraron…

Yo enterré un cuerpo… el cuerpo de mi padre…”.

Al ver la dificultad de movimiento de aquel hombre, me ofrecí a acompañarle. Me lo agradeció pero me dijo que se conocía perfectamente el camino.

Antes de marcharse, agarró fuerte mis manos, y me dijo: “Siempre… siempre libertad, justicia e igualdad. Que nunca te arrebaten la dignidad”. Y se perdió entre pinos, viento y libertad.

No le volví a ver… cada año, por abril, mis pasos se dirigían hacia aquel lugar. Por el camino, cogía siete lirios salvajes que colocaba a los pies de cada pino. Era curioso porque, a pesar de estar sola, sentía que no lo estaba…

Y el tiempo marcó en mi piel y en mi alma, a fuego, los valores republicanos, el respeto de la dignidad de los demás. Nunca supe sus nombres aunque siempre me acompañan. A veces, incluso, huelo mis manos, y noto impregnado el olor a lirios salvajes como un perfume que cuya esencia es la libertad.

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