Ella nadaba en la playa de aguas azul turquesa de la isla con sus amigos del pueblo y algún extranjero que se acercaba en verano. Chapoteaban, buceaban y braceaban para alcanzar la orilla en varios idiomas. Su piel tostada y sus manos conducían la bicicleta, arriaban las velas del barco. Eran jornadas de Aftersun, juegos y risas con la piel brillante. La música siempre la acompañaba: en campamentos nocturnos de guitarra y hogueras, en improvisaciones sobre la arena a la puesta de sol, tocando las cuerdas en casa en las noches de soledad.
Un día uno de esos amigos de verano le propone grabar una maqueta e ir a Madrid para presentarla en productoras. Puede quedarse en un apartamento vacío, él la ayudará.
Y vuela a la ciudad de neones y semáforos, de brillos, carteles y aceras duras y, al final, las promesas se difuminan en el asfalto caliente, gasta todos los ahorros, la soledad del piso se le hace cueva sin eco, y decide regresar a su isla.
Ahora toca por las noches en la piscina junto al mar, viendo el reflejo blanco de las farolas flotar en el agua negra nocturna. Olor a colonia y a crema hidratante. Y ya no añora el relumbrar de los neones, hace bolos en hoteles y fiestas, en bares y salones para turistas, pone su voz a canciones ajenas, y sobrevive cantando y haciendo sonar la guitarra.
Un día su voz se cae al agua y no logra rescatarla, no suena más.
¿Y…?