“Uróboro”, por Gonzalo González Carrascal.

Gonzalo González Carrascal.

Gonzalo González Carrascal · @Gonzalo_Glezcar.
Aún recuerdo su sobrecubierta. La expectativa cifrada en la imagen de un ebúrneo zigurat, emergiendo de un edén, enmarcado por el óvalo formado por aquella extraña figura serpentiforme engullendo su propia cola. Aquel libro, impreso en rojo y verde, cuyo título interpelaba al incipiente lector, susurrándole la promesa de una inagotable fábula satisfaciente. Capaz de colmar todo deseo. Todo tiempo.

Relato de historias paralelas, en el que los planos de fantasía y realidad (si acaso tiene sentido distinguir tales dominios en narrativa) quedaban oníricamente entremezclados en la construcción de una trama, tan coherente como necesaria para una mente infantil. Y con ella, el gozo de pensar haber hallado el margen consolatorio para la coexistencia de una inasible y plana cotidianidad que no llegaba a comprender -pues imposible interpretar para un niño mundo alguno al no saberse entender a sí mismo- y el ilusorio imaginario que le permitiera evadirse de ésta. Y hacerla más tolerable.

Pero el tiempo, eso en que todo es -en el que todo se disuelve- muda al lector. Trocándole. Forzándole a buscar llenar los márgenes y recovecos en sombra de la desazonadora realidad no ya con coloridas interpretaciones fantásticas, sino con el intento de alumbrarlos a la luz de la certeza del conocimiento. O -al menos- de reconocer pesarosamente el alcance de los márgenes de una obscuridad en la que no llega a penetrar.

Así, los reinos de Fantasía que albergamos no son engullidos por el avance de la Nada, como postulaba la novela juvenil. Sino que Fantasía y Nada son lo mismo. Ensoñaciones. Ficciones suplentes de conocimiento. Que sólo desmantelándolas podemos llegar, si no a comprender todo, al menos a intentar entender algo. A entendernos, tal vez.

Atrapado en una dinámica creciente de contagios que impide propiciar el ámbito de confianza que toda transacción comercial precisa para la reactivación del paradigmático consumo sobre el que está tejido nuestro maltrecho sistema económico, todo cuanto llegamos a atisbar únicamente nos permite intuir nuestra involución social.

Instalada en un relato inacabado -e inacabable- de decisiones parciales e intereses espúreos, la sociedad española se ha visto hasta ahora abocada a asistir a la mera sucesión discursiva de un dislate. El enervante popurrí de fatídicas y esperanzadas declaraciones que, tiñendo de rojo y verde el ánimo colectivo, alimentaron la fantástica pretensión –y, deseado por muchos, espejismo- de que dándose soluciones parciales e imprecisas, cuando no ignorando o legislando sobre una pandemia, ésta y sus necesarias consecuencias dejaban de existir.

Ante la incapacidad de articular -desde sus torres de marfil- un discurso institucional de conocimiento o, cuanto menos, de contenida cautela, la fantástica nadería desatada entre todos los contendientes políticos no sólo nos ha impedido profundizar en una mayor certeza social sobre cómo organizarnos del óptimo modo frente a la amenaza que a todos concierne. Impidiendo una respuesta nacional más determinante, consciente y precisa del cuerpo social. Sino que, en gran medida, ni siquiera los límites de penumbra de las respectivas competencias en la toma decisiones -y en la asunción de sus responsabilidades- han quedado debidamente esclarecidos. Llevándonos -así, en gran medida- a desandar el camino recorrido. Volviendo con ello, sobre nuestros pasos, la subsecuente sensación general de frustrante esterilidad que sólo produce la consciencia de un tiempo yermo, ya perdido.

 

 

La reciente declaración presidencial de decretar el estado de alarma, con la pretensión de hacerla efectiva –si así se precisase- durante el próximo medio año, abre la ventana de oportunidad a establecer –se verá si ahora sí- un marco legal que dote a las instituciones del Estado de la coherencia y unidad de acción que en la aciaga primera ola, de modo irreflexivo y apresurado, todas las fuerzas políticas escamotearon.

De no lograrse el objetivo. De pretender, en esta anormal circunstancia, continuar con la consabida y hastiante normalidad política al uso -en lugar de alumbrar un horizonte de previsibilidad y coordinación institucional- únicamente abocará a la nación a la inevitable caída en su abismamiento.

El del autismo cainita de las banderías patrias. El del paupérrimo y elusivo debate público. El del sabotaje de la tan precisa y preciosa unidad de acción ciudadana. El que produce el saberse fatalmente incapaz de sortear la adversidad salida al paso. El que, por ende, nos abocaría a una malhadada historia interminable.

In memoriam

Juan Pablo Pérez Lorente

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