“Un hombre solo”, por Mari Ángeles Solís.

Mari Ángeles Solís del Río.

Salió de casa y notó aquel frío húmedo, tan peculiar de algunas madrugadas de primavera. Hacía poco tiempo que la lluvia había cesado. En la calle aún pervivían los charcos, en la imperfecta calle de adoquines de piedra. Se miró en uno de ellos… sus cabellos, descuidados, caían sobre sus hombros. Parecía que acababa de salir de una emboscada. Pero no, simplemente, salía de su casa.

El cielo se abría implacable sobre él. La luna llena intentaba enseñar su rostro, pero las nubes se afanaban en esconderla. Eran las mismas nubes que, horas antes, habían dejado caer el llanto, lluvia que le habría obligado a quedarse en su refugio.

Pero él salió, contra todo pronóstico. Y nadie le vio…

Le extrañaba inmensamente aquel silencio. Aquel vacío. Siempre que salía, solía estar acompañado de centinelas insomnes que pasaban la noche entera siguiendo sus pasos. Le acompañaban como susurros, caricias y sentimientos llenos de amor y admiración.

Pero esa noche salió. Y estaba solo. Nadie esperaba que saliera, pero salió. Se detuvo en los cantones buscando algún rostro, mientras caminaba lentamente, a encontrarse con su madre. Sin prisa pero sin pausa. Aquella noche, traspasando el silencio, caminó por los cantones, como siempre… aunque nadie lo esperara. Pero él tenía que salir, porque lo necesitaban. Y, aunque no lo supieran, estaría allí.

A lo lejos, pudo escuchar algunos sones, sus sones… lejos de donde estaba. Quizá el paso no era el adecuado y le esperaban por alguna otra plaza, extrañado… seguía su camino pero los pasos en la oquedad del vacío de aquella noche, no sonaban igual. Voces desgarradas que le llamaban por su nombre, al son de tambores. ¿Y eso? No había nadie, nadie le esperaba.

Al fin encontró a su madre. Su cara más triste que nunca. Pensó, acaso, que ella había percibido las pequeñas cicatrices en su frente, que él siempre intentaba ocultarle en los encuentros. Frente a frente, se abrazaron. Las calles seguían vacías…

El amanecer venció a la oscuridad cuando caminaba de regreso a casa. Seguía solo, sí. Pero tenía una sensación extraña. Aquellos sones que sonaron a los lejos, que retumbaron en todas las plazas durante aquella larga noche, le hizo pensar, que ellos querían que estuviese… pero fueron ellos los que no podían estar.

Comprendiendo todo, entre lágrimas y sufrimiento por tanto dolor, caminó absorto hacia la Carrera, vacía pero en la que se colaba algún rayo de sol. Es verdad. Estaba solo porque no esperaban que saliera, aunque él sí salió. Sólo por ellos, aunque no le vieran, pero salió… para que le sintieran. Esta vez, andando paso a paso las calles, absorto en la duda de si alguien le sintió.

Estaba a punto de cerrar su puerta, aquella pesada puerta de madera cuando, del corazón de la Malena, cerca de lo que fue un antiguo hospital, una voz que ve de cara a la muerte, en su último grito agónico, exhala: “viva el abuelo que te hizo”. Y se volvió…

Sí, nadie le esperaba en las calles. Pero él salió. Porque le necesitaban. Por eso salió. Estaban todos en casa, imaginando sus pasos leves recorriendo las calles. Y, supo entonces, que todos supieron que salió y le acompañaron con tanto silencio y respeto, que ni la luna se enteró.

Entendieron su mensaje, él siempre estaría con ellos. Entró en casa y… la puerta del Camarín, levemente, se cerró.

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