“Trapecio”, por Gonzalo González Carrascal.

Gonzalo González Carrascal.

Gonzalo González Carrascal · @Gonzalo_Glezcar.
El fin está más próximo de lo que uno siempre piensa. Tal vez me aguarde al dar el siguiente paso, muerde para sí el funambulista mientras -mecido en el hilo del que pende- su ánimo se centra en mantener el precario equilibrio que significa su vida. La de cualquiera. Bajo él, la obscura boca del abismo susurra la promesa de una caída que la cegadora luz de los focos, proyectada sobre su figura, trata de conjurar.

Al albur de su propia suerte. El cimbreante movimiento del cable mece los fantasmas de su mente. Recortados sus perfiles, el baile del miedo y la locura comienza su enfebrecido vaivén al son del ensordecedor silencio de su soledad. Enfrentado a la certeza de la incertidumbre, el equilibrista confía en que su fin no esté próximo. Que la moira no le aguarde pronta y agazapada en el fatal tropiezo de un mal paso. Y de ser así, haya allí -en el insondable abismo donde no alcanza a ver- algo a lo que aferrarse en su caída. Una fina urdimbre cuya trama evite el desgarro del hilo de su vida. Una red.

La imagen de su entramado sale al paso en su mente, infundiéndole el coraje necesario para dar el siguiente. Desencadenando, en su difícil equilibrio, lo necesario en lo contingente. Encontrando así, en ésta, el fundamento de su propio valor. Y de su propio sentido.

Ajenos a toda seguridad. La carencia de nuestra común condición individual sólo puede encontrar ser paliada en los otros. En la comunión de la ignorante precariedad particular que, institucional e inteligentemente tejida, obra el milagro de tornase en certeza estable para todos.

Sobre la pista, los focos alumbran el ejercicio de nuestros malabarismos. Funambulistas. Ensimismada ficción que torna verosímil la suficiencia individual que a muchos la luz sólo deja ver. Obviando el influjo de la certeza que la tupida urdimbre, de la que ellos mismos forman parte para otros, ejerce. Y en la que se asienta su particular presunción.

Ignorados los lazos de corresponsabilidad que nos atan mutuamente -en pos de una absurda libertad personal al margen del resto-, el imperante relato liberal pretende imponer la delirante mascarada de una imposible seguridad y realización personal al margen del aceptado sometimiento al orden común y la protección institucional que sólo éste provee.

Frente a esta deletérea dinámica enquistada en el lenguaje político de nuestros días, obstinada en despreciar y destejer la urdimbre institucional que permite la relación efectiva y operativa entre iguales, sólo la formación e instrucción en la importancia y en la consciencia de esta sumisión al orden común -y su ordenación institucional al margen de toda pretensión facciosa e interés económico de clase- puede erigirse como respuesta y garantía de la realización personal de sus integrantes.

Los vientos del infortunio son susceptibles de arreciar y azotarnos, haciendo estremecer nuestro débil equilibrio. Basta el inapreciable hálito de un virus. En la cuerda floja, mientras somos bamboleados, sólo lograremos encontrar el aliento suficiente para dar el siguiente paso en la promesa de seguridad fundada en la imagen de esa red.

En la consciencia de ésta, de cada uno de sus integrantes -nodos inciertos de la misma-, se cimenta la sujeción de un firme tejido social compuesto de individuos capaces de realizarse en la segura comunión de sus iguales. En su ignorancia se esconde la indiferencia ante aquello que logra hacer que cada cual sea y el delirio de la presunción individualista de pensarse aparte. En su socavamiento, la desfundamentación del compromiso, no sólo con el otro sino consigo mismo. Y la propia caída.

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