Tradiciones, historia, leyenda… el corazón del pueblo

Por Mari Ángeles Solís del Río.
A veces, la historia oficial, es incapaz de darnos los datos necesarios para alcanzar la veracidad de las cosas y los acontecimientos. Por ello, infinitas veces, hay leyendas que, al escucharlas y al observar el hecho en cuestión, las vemos cargadas de más veracidad y más razón que cualquier otra respuesta ya que, lo que en realidad nos guía, es el corazón. Y el corazón siempre tiene razones que la razón no entiende.
La primera intención de todo escritor, además de transmitir una historia, es conmover, llegar al alma de quien lee… por ello, por esta realidad que a continuación voy a narrar, humildemente, pido a quien lo lea que vaya cerrando los ojos e imaginando calles de piedra, cantones, silencio, y un olor a primavera en una madrugada desgarradora.
La leyenda, nos ha llegado, a través de los siglos, para contarnos que, una noche de frío y lluvia, un anciano andaba desorientado intentando llegar a Jaén. El frío en su cuerpo le obligó a hacer una parada y, con sus ojos vidriosos, vio una casería que se alzaba a un lado del camino… se detuvo y pidió cobijo. Las puertas se las abrió un matrimonio a los que le conmovió esa mirada profunda. Le ofrecieron, no sólo cobijo, sino comida, compañía y calor. De la voz profunda del anciano sólo brotaban palabras de agradecimiento. Pero él, poco necesitaba. Apenas un lugar donde poder recostar su cuerpo dolorido y, un gran tronco de olivo, que atesoraba la familia, tal vez para calentarse. Sus manos temblorosas señalaron el viejo tronco, esas manos que, a pesar de ajadas y titubeantes, parecían palomas queriendo hablar… Sus ojos no dejaban de mirarlo, con esa luz que sólo se percibe en los amaneceres de primavera, cuando el frío viento que baja de Jabalcuz, te recuerda que el invierno vuelve a acariciar la piel, de vez en cuando, para recordarte que volverá… El matrimonio aceptó gustosamente y le prepararon una estancia de la casería para que pudiese descansar y colocaron el viejo tronco de olivo allí para que se pudiese calentar. La noche transcurrió tranquila, rodeada de silencio, de mucho silencio y mucha paz. La casería se hallaba clara y llena de luz, al amanecer, después de la noche de frío y lluvia… esperaban que el anciano bajara a la cocina y tomara algo de alimento, porque seguramente querría continuar su camino. Esperaron y esperaron, hasta tal punto que ya aquel silencio les oprimía el pecho, en una silenciosa desesperación de temerse lo peor. Por fin, juntaron las fuerzas suficientes para entrar en la habitación. Cogidos de las manos, conmovidos aún por la mirada de aquel anciano, vidriosa, pero con mucha luz… empapados de ternura por el vaivén de aquellas manos y su vaivén profunda, como siguiendo la sintonía de una música lejana que viniese de lejos, tal vez, de algún camino sin escrutar… Empujaron la puerta. La cama vacía. Totalmente arreglada, como la había dejado la mujer, la noche anterior, como si ningún cuerpo se hubiese recostado allí. Ni rastro del anciano… sólo multitud de virutas y trozos de maderas desparramados por el suelo como una explosión de sufrimiento y perdón. Y ausencia, silencio, recogimiento y paz… la imagen de un nazareno en el mismo lugar del tronco de olivo, como si a aquel tronco le hubiesen reventado las entrañas y hubiese parido la imagen. El anciano desapareció. Se fue en silencio, dejando su obra y con la promesa de pasear Jaén cierta madrugada de primavera. Allí se hizo, en la casería de Jesús (Así se llama esa casería, desde aquel día…).
En contraposición a esto, la historia intenta cumplir su misión de dar respuestas. Y en ese intento atribuye la imagen a la autoría de Sebastián de Solís, principalmente, por dos causas. La primera porque la cabeza de Jesús tiene similitud con la del Cristo del Calvario de la Iglesia de San Juan. La segunda, porque fue entre finales del siglo XVI y principio del XVII, fechas en las cuales Sebastián de Solís realizó su labor escultórica… pero, no deja de ser un juego macabro del destino, del paso del tiempo o del vacío, porque, como dije anteriormente “se atribuye»… y por esa atribución sin certeza, el pueblo tomó la palabra, el pueblo, como si fueran multitud de virutas de madera, llenaba las calles esa madrugada al ver pasar la imagen de Jesús. Calles estrechas de piedra, silencio en los cantones, cuando Jesús se encontraba allí con la imagen de su madre, que acudía a su encuentro… emociones contenidas que oprimen el corazón y hacen sangrar el alma… verlo pasar, con el rostro enjuto, mirando hacia al suelo con toda humildad. Rodeado del pueblo donde quiso estar. Y se escucha el desgarro desde la profundidad de la garganta, en lo jondo de una saeta:
Jesús de los descalzos,  por las calles de Jaén
revolviendo sus entrañas,  los claveles caen a tu paso
y el pueblo te lleva camino a casa» 

mirando esos ojos escuchas ese mensaje de amor a los demás. Acaso es el primero que piensa que sobran tantos ropajes, que prefiere ese silencio y estar con su gente, esa que no deja de verle pasar y acompañarle las madrugadas de viernes santo, esa misma gente de la que un día, se oyó un grito desgarrador por tanta injusticia que vemos día a día, y con el puño cerrado en señal de apoyo y mirando al cielo con los ojos ensangrentados, gritó “Viva El Abuelo que te hizo». Desde entonces, la historia dejó de tener sentido y la imagen de Jesús pasó a ser simplemente El Abuelo de Jaén.
Muchos vaivenes desde que, aquella noche de frío, pasó aquel anciano por la Casería de Jesús y dejó su obra. Muchas tempestades, para lograr que Jesús “El Abuelo”, tuviese su casa, allá, mirando a Jabalcuz. Primero en su convento de los Carmelitas Descalzos. Tras las desamortizaciones de 1811, 1821 y 1835, un ir y venir fuera de su casa, en la Iglesia de la Merced que fue el templo que tantas veces fue suyo para luego, pasar algunos años en la Catedral. Pero Jesús tenía su casa, allá en la Carrera de Jesús, en la zona alta de Jaén que mira al cielo. El pueblo siempre quiso que volviera a su hogar y fue el pueblo quien lo logró. Un gobierno socialista en la capital, se dejó la piel y el alma, para sacar adelante los trámites administrativos y conseguir finalmente, la restauración del convento, hoy Camarin de Jesús, hacer que volviese a su casa y su gente, su Jaén, para que sus plantas el dolor del pueblo se encuentre con el silencio en la noche del anciano que le parió.
Por eso hoy, un día después de viernes santo, un día después de que cada jiennense se parte en mil pedazos, tras haber paseado el dolor por sus calles, tras haberse desbordado por esa fe que no entiende de religión porque de donde nace es de la sangre que corre por las venas, ese sentimiento que perece a quién lo vive, respirando en la madrugada de primavera el olor a flores de las pequeñas plazoletas de Jaén, el olor a incienso mezclado con el silencio, el olor a cera ardiendo como corazones latiendo a mil.  Es sólo eso la pasión de un pueblo que nada tiene que ver con la religión, esa fe que enmudece los ojos pensando en “El Abuelo que te hizo». Y un pueblo que, sin querer mezclar su amor a una imagen con la política, fue testigo de cómo un partido político, precisamente el partido del pueblo, el Psoe, fue quién devolvió su casa a Jesús, allá por la Carrera, mirando a Jabalcuz.

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