Teatro

Gonzalo González Carrascal.

Por Gonzalo González Carrascal · @Gonzalo_Glezcar
Como la incitante invitación de un genio maligno al abismo, un rítmico estruendo techno-jazz emerge de la obscuridad en un in crescendo electrizante. Se abre la puerta y las sombras dan la bienvenida. Acogido en su seno, un latido martilleante azota tu mente mientras cuatro siluetas recortadas emergen. Instrumentos desquiciados mediante los que se desencadena el conflicto existencial a partir de un abigarramiento y exceso que subrayan sobremanera el vacío esencial encerrado bajo la carcasa aparente de las formas de la realidad cotidiana. Brillante composición para la reflexión de lo humano a través de una electrizante y sobria puesta en escena.
¿Objetivo? El cuestionamiento del alcance y poder que la convención (ya lingüística, formal, material o simbólica) impone sobre el sujeto. Desde el mismo arranque hasta su más que efectivo final. Tan atrayente propósito articula “El éxtasis de los insaciables”, basada en los textos de Witkiewicz. Otra inteligente propuesta de la sala de teatro Réplika a la oferta escénica matritense de calidad.
La paradoja surge así. ¿Qué entorno más adecuado para el cuestionamiento de la convención que aquél donde más reconociblemente la convención opera? La insinuación, siempre dentro de los límites que la propia convención teatral impone, de la vacuidad que encierra la convención misma. Toda convención. En sí. Y sin embargo, el asombro ante la fuerza de la convención como anclaje y dotadora de sentido de ser a todo. Un vacío ontológico al margen del cual no hay siquiera nada.
Lo político emerge entreverado en el cuestionamiento existencialista propuesto en escena bajo forma de interrogante. ¿Qué es un Estado sino el artificio de codificación extrema que, bajo fórmula de institución, fija y regula la convención en el tiempo? ¿Hay Estado si la convención no es respetada? ¿Hay acaso sociedad sin tal convención?
Vértigo ante la fórmula aristotélica (“fuera de la sociedad el hombre es una bestia o un dios”) al apreciar cómo la esencia del valor de nuestra más preciada condición individual reposa en el respeto a fórmulas esencialmente vacías, pero al margen de las cuales no hay margen de reconocimiento mutuo en el juego colaborativo que el artificio social representa. La sutil e inevitable regla del juego. La relación lógica interna de aquello que regula todo (palabra, pauta, margen y tolerancia) para ser asimilado en la categoría de lo que la sociedad exige para ser reconocible y participar de ella. Para ser hombre. Ciudadano. Un animal humano plenamente contextuado entre sus iguales. Un ser esencialmente constructor y construido  por convención. Así, la violación de ésta supone la quiebra social, sumiéndonos en una dinámica disolutiva de lo común que pone en riesgo la propia dignidad de la condición de cada uno de los individuos que la integramos.
La convención, aún vacía en su condición más íntima, evita aceptar la arbitrariedad por norma, pasar por cotidiano lo anómalo y por admisible lo intolerable. Mientras, en nuestros malhadados días, la quiebra del juego representa la norma cotidianamente admitida por nuestras desvirtuadas instituciones. Habitar un Estado no convencional supone la mayor burla a la que podemos ser expuestos, en tanto no opera sólo contrario a la condición que le dota de razón de ser, al socavar la previsibilidad que la figura del Estado exige, sino que atenta contra los más esenciales fundamentos de la dignidad de sus propios ciudadanos.
En uno de los momentos de mayor emoción estética, las cuatro figuras claman sucesivamente: “No hay verdad en las palabras de los hombres, ni en sus actos, ni siquiera en su trabajo. Tan sólo en lo que está sucediendo ahora”. La verdad que la convención impone. Lo único cierto. Si es contravenida sólo queda la inefable insatisfacción de no poder expresar siquiera qué es lo que se sucede ante nuestros ojos. Perplejidad ante lo irreconocible. Fraude.

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