“Shalom, Enrique, shalom”, por Antonio Miguel Carmona.

Antonio Miguel Carmona.

Cada vez que me encontraba a Enrique esbozaba una sonrisa y me decía: -”Te he visto”. Apañábamos una conversación siempre al oído, sentados en alguna esquina o de pie al margen. Susurraba sus consejos, con esa tenue voz que le quedaba.

Dejaba de hablarme con su mano en mi hombro cuando sentía que le faltaba oxígeno. Yo interpretaba que había terminado de decirme, le observaba en silencio, y veía en sus ojos que seguía contándome con su mirada.

Había una relación muy especial con el último de los grandes que se nos ha ido. Una complicidad más allá de la política. Una luz que se encendía cada vez que me hablaba y sentía en sus palabras el aliento del que te dice sigue.

Quiero a su hijo Daniel como si fuera un hermano. Uno de los mejores tipos que he conocido. Un compañero infatigable. Comprometido, culto, sincero. Uno de los mejores escritores en lengua castellana, un novelista de los más grandes.

Me une una especial cercanía con sus sobrinos y una amistad con Rubén, una de las personas más coherentes que he conocido. Es verdad, pues, por todo ello, yo no soy neutral, soy socialista.

Enrique nos hacía sentir de la familia, por muchas razones, se pueden imaginar. Daniel me hablaba mucho de él. Su vida iba y venía, cerca de la frontera de la muerte, tantas veces, demasiadas,  en los últimos tiempos.

No quiero ni nombrar al virus asesino que se lo ha llevado. Ahora estará junto a su hermano Fernando, cuyos asesinos grabaron su nombre en mi mente para no olvidar nunca, como dice José María, para recordar siempre.

Enrique hablaba de los nuestros, de aquellos que siempre abrían su corazón a los de su misma raza, su mismo pensamiento, su mirada misma. Los nuestros. “En casa te quieren mucho”, me dice Dani tantas veces.

Cuando alguien se nos va, no se ha ido para siempre, permanece en nuestra memoria y así seguirá vivo mientras perdure en el recuerdo cada día de nuestras vidas. Sus palabras siguen vivas en mi oído. Como si le sintiera ahora mismo susurrándome.

Si no sabes por qué causa estás dispuesto a morir, es porque no sabes por qué causa estás viviendo.

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