“Pendiente”, por Gonzalo González Carrascal.

Gonzalo González Carrascal.

Gonzalo González Carrascal · @Gonzalo_Glezcar.
“¿Me permite una pregunta personal?” -inquiere el funcionario mientras se retira afectadamente los anteojos- “¿sabe bien lo que está haciendo?”. Frente a él, el ardor en la penetrante mirada de Klaus Kinski proyecta el bullente hálito, febril e impaciente, de su personaje. El de alguien que ve más allá de lo que sus palabras pueden dibujar. Escrutadora. Su mente atisba la posibilidad de trascender la miserable realidad a la que se ve abocada la dura tierra de Iquitos. A la que los indígenas bautizaron como Cayahuari. El país donde Dios no terminó su creación.

Erigir el Palacio de la Ópera de la ciudad concita sus más íntimos anhelos. La esperanza de elevar el virtuosismo civilizador -cifrado en la voz de Caruso- por encima de la losa del ensordecedor silencio que asfixia la desventurada y aquiescente sociedad que habita -envilecida, pobre, ignorante y subyugada a los intereses particulares de su indiferente oligarquía cauchífera- late maquínicamente en su interior. Lograr el capital preciso para levantar su proyecto, que no es sino de reforma moral -irrumpiendo en el mercado acaparado monopolísticamente por tal oligarquía mediante la explotación de los recursos de una región de difícil acceso e infestada de hostiles Jíbaros- perfila el pergeño de su plan. No se arredra. Su vida no ha sido sino una constante lucha contra reductores de cabezas. Y cabezas reducidas.

Ante una realidad sólo cuestionada por su iniciativa, convertido él mismo en la única opción de cambio, el alcance de su visión abarca cuanto de posible encierra su empresa. Se sabe un jugador. Y para un jugador, la sombra del riesgo de la pérdida sólo alumbra la razón de su apuesta. Su visión no es mera quimera. Resuelto, responde. ”Por supuesto. Vamos a hacer lo que nadie ha hecho”.

Navegando -literalmente- contracorriente. Embarcado en el vapor de la bruma de sus sueños, aguarda ansioso hallar, río das Mortes arriba, la gran prueba. Superar su hostil curso. Y hacer atravesar el barco por tierra la distancia que media su cauce con el de otro afluente próximo que le dé finalmente acceso a su ansiado destino. Sólo los soñadores mueven montañas.

El momento crucial llega. Para bien o para mal, siempre lo hace. Deforestado, el sinuoso paso a franquear. En una posición imposible. Surcando un mar de barro -por obra de una ingeniosa combinación de traviesas, poleas y músculo- el barco es arrastrado colina arriba. Fitzcarraldo contempla -recortada en la espesura- la absurda y desesperada grandeza del esfuerzo de la maniobra que ha concebido. Grandeza que no es sino la dimensión de una apuesta –la suya- por intentar conjurar la absurdez y desesperanza de una vida -la de todos- troquelada conforme a las limitaciones impuestas por aquellos que disponen cómodamente -para sí- del tablero y de las reglas del juego. Vislumbrando una nueva realidad social. Más digna y edificante. Superior. Y dispuesto a asumir el precio del intento por lograr acabar de dignificar lo que ni Dios, ni hombre alguno hasta entonces, se dignó concluir en esa parte del mundo.

Una captura de "Fitzcarraldo".
Una captura de «Fitzcarraldo».

Fitzcarraldo concibe un sueño a la altura de la talla de su tragedia existencial. La aspiración a promover una sublimación compartida que le es negada por los poderes fácticos de su ciudad. Reduciéndole a una melancólica soledad. Sin embargo, la lucidez en su determinación por intentar hallar el modo de transformar la sensibilidad de las costumbres de un pueblo, se refleja plenamente coherente en la medida que atisba a comprender que la moral enraíza en el fundamento del tejido económico de la sociedad. Y en los intereses que en él laten.

Y que, si éste no es alterado -rompiendo el cerco del coto privado del mercado del caucho, sobre el que se asienta el statu quo del poder en su ciudad, al tratar de irrumpir en él- el hábito social permanecerá incólume. Pues el fundamento moral, permitiendo a cada miembro de un colectivo reconocerse en él, no es sino la expresión de las conductas asumidas y toleradas dentro del marco de ordenamiento que el concreto esquema productivo impone. El cómo ha sido resuelta –impuesta- la administración de lo escaso, y el cómo ello no meramente estratifica, sino perfila al sujeto. Su visión y valor de sí. Y del otro. De la potencialidad de la Vida misma. Individual y común.

Ensimismados en una precaria realidad -susceptible de desmoronarse- que no hace sino evidenciar todas nuestras carencias y miserias morales (que hemos tolerado y de las que hemos creído beneficiarnos todo este tiempo), nos negamos a entender que no hay normalidad alguna –ni nueva, ni pasada- que nos vaya a permitir prosperar conjuntamente mientras no se asuma que sólo refundando la naturaleza productiva de nuestra economía se logrará regenerar la moral social que de ésta dimana.

Tornar a una sociedad industriosa, en el que el valor del reconocimiento público del trabajo y el saber hacer –fundamento esencial del verdadero valor y de toda sociedad meritocrática sana- prime sobre el paradigma del tener -que el exacerbado modelo especulativo ha inculcado- no es tarea fácil. Pues requiere de una determinación estatal clara y precisa en la redefinición de las líneas estratégicas sólidas a incentivar del nuevo diseño, en la ruptura de los intereses creados en torno al precario y maltrecho modelo productivo actual -que nos aboca a la precariedad e irrelevancia- concitando un nuevo consenso de las fuerzas económicas. Una obra magna de ingeniería nacional que no puede ser eternamente postergada, sin asumir el enorme coste de oportunidad que en términos humanos representa habitar lo inconcluso. Cayahuari.

Tarea nada fácil. Despertar un país. Entonar con fuerza, y sin desafino, el lirismo épico de un Nessun Dorma que logre poner nuevamente la sociedad española en marcha. Sacarla del monocorde e incómodo letargo que sólo puede abrir las puertas a nuestras peores pesadillas. Hacer lo que nadie ha hecho. Mover una montaña.

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