Pasa el tiempo: todo parece seguir igual

Por Manuel León.
Ayer, finales enero de 2018, volviendo a casa después de hacer unas gestiones sin mayor trascendencia ni calado, como suelen ser todas las gestiones, dando un paseo vespertino por la calle del Carmen del centro de Madrid, volví a ver a dos figuras, dos mujeres, que creo estar viendo, fácilmente, desde hace 42 años, si la memoria no me falla.
En efecto, pocos meses después de la muerte del infausto dictador, mayo del 76 o así, el Gobernador Civil de Madrid (a la sazón, aunque no estoy muy seguro, podría ser Juan José Rosón, el gallego de cara de malas pulgas, buen olfato político y voz bajísima para que todo el mundo le atendiera cuando él tomaba la palabra en cualquier reunión o acto público en el que interviniera) autorizó, todavía con el primer gobierno del rey Juan Carlos, presidido por el carnicerito de Málaga y ex Alcalde Madrid, Carlos Arias Navarro, la primera manifestación popular que se celebró en España desde que terminó la guerra civil. Se celebró en la calle Preciados, entre la Puerta del Sol y la Plaza del Callao, y estaba convocada por la Federación de Asociaciones de Vecinos de Madrid, que creo no eran legales pero estaban toleradas en su acción por el Gobierno y la principal reivindicación, y casi única, era que el gobierno tomará medidas contra la carestía de la vida y la subida del precio del pan. Estas asociaciones de vecinos estaban totalmente dominadas por el mítico PCE de Pasionaria, Carrillo y Alberti. El acto fue impresionante: el tramo de la calle Preciados estaba totalmente abarrotado por la población madrileña que asistió a una auténtica explosión de libertad y democracia, aunque era terrorífico ver como todas las salidas del tramo de la manifestación estaban militarmente tapadas por fuerzas, coches, caballos y demás medios de la Policía Armada (los famosos grises), todos con gesto ceñudo y, según parecía, dispuestos a actuar contundentemente contra todos los manifestantes para disolver violentamente la concentración a la menor orden de sus mandos. Parecía que estábamos enjaulados. Efectivamente es la manifestación en la que se hizo la foto que publicó el recién editado periódico El País, con un niño subido a hombros de su padre levantando el puñito derecho como un buen y joven comunista.
Afortunadamente, todo terminó relativamente bien, sin altercados que destacar, salvo algún “salto” (provocación a los grises) protagonizado por elementos bastante exaltados que muy bien no se sabía si eran de verdad o eran infiltrados de las oscuras fuerzas del régimen que se hacían pasar por ultraizquierdistas.
Yo estaba haciendo 4º de Económicas en la Complutense, en Somosaguas, y la asignatura de Hacienda Publica I la impartía el catedrático José María Lozano Irueste, increíble personaje, de verbo fácil y florido, que era tuerto, manco y, además, secretario general de la Universidad Complutense. Con una mordacidad, una ironía y un sarcasmo en sus palabras que impresionaba al más pintado. Desde la tarima era capaz, ante 400 o 450 alumnos, de admonizar a alguna chica pija procedente del CEU (en aquellos tiempos era así, el CEU solo podía impartir clases universitarias hasta 3º) diciéndola que “por favor, aquella señorita de la penúltima fila de pupitres del aula que lleva las gafas Ray Ban al estilo de las chicas de las terrazas de la calle Goya esquina con Conde Peñalver, es decir, puestas sobre la cabeza por encima de la frente, hiciera el favor de guardárselas en su maravilloso bolso de Dior”. Tampoco los chicos nos quedábamos sin nuestra ración si encontraba algún motivo para ello. Y siempre lo encontraba. Este hombre a mí me tenía obsesionado porque a cada dos por tres nos decía a toda la clase una frase que a mí me martilleaba en la cabeza y que era de este tenor: “Ustedes, que hoy tienen la condición de estudiantes y dentro de muy poco, cuando acaben la carrera, tendrán la condición de parados…..bla bla bla”. A mí me sorprendía ese cierto cinismo y crueldad porque todo el mundo me había dicho desde pequeño que si estudiaba y me esforzaba encontraría un buen trabajo y este hombre cada vez que decía esto me destruía mi ideado y futuro castillo de naipes. Afortunadamente, la vida me trató bien y durante 38 años he tenido un trabajo digno y acorde con mis estudios.
Pues bien, por mi costumbre inveterada de dar largos paseos por mi querido Madrid, yo creo que por aquellas fechas, me hizo conocer a dos chicas jóvenes, mal encaradillas, con ropas ajadas pero limpias, calzado barato y con pinta de venir de alguno de los barrios del extrarradio abandonado de Madrid (Carabanchel, el mío, Vallecas, Orcasitas, Usera, Villaverde, San Blas,….) que se plantaron en la calle Preciados y provistas de unas banderitas confeccionadas por ellas con un alfiler y un trocito de tela, curiosamente, morado a todo el que pasaba por allí le plantaban la banderita en la solapa de la chaqueta, en el jersey o en la cazadora de telilla que llevábamos, invocando que les diéramos la voluntad en dinero para los parados. Lo hacían con todo el mundo, un día sí y otro también. Te clavaban la banderita y tú la primera vez y la segunda le dabas una peseta, dos reales, un duro,…según estuvieras de fondos en los bolsillos de los vaqueros, que normalmente estaban llenos de agujeros, pero no por moda como ahora, sino porque en casa un vaquero tenía que durar un mínimo de tres años, sí o sí, y lo cosías y lo recosías hasta que la tela ya no daba para más de sí de tanto zurcirla y tu madre te llevaba a la calle Estudios (al lado del Instituto San Isidro), donde estaban las tiendas de vaqueros y te compraba un Lois o un Rok a pesar de tus protestas porque querías un Lee, un Wrangler o un Levis, y ellas te decían cuando trabajes y ganes un sueldo ya te compraras lo que tú quieras, ahora no hay más que para esto y hala tan contento para casa con tus vaqueros nuevos.
Pasado el tiempo, y viendo que las chicas seguían y seguían y seguían en la calle Preciados, uno no hacía más que acordarse de las palabras de su Catedrático de Hacienda: condición de estudiante – condición de parado….y como para alejarse de tal posibilidad más que probable te negabas en rotundo a darles nada y te quitabas la banderita del jersey y se la devolvías, y ellas en su juventud orgullosa te montaban un agresivo escándalo de campeonato diciéndote que no tenías corazón, que eras un insolidario, y casi que a ver si te pudrías en el infierno de los ricos. Tú te enfadabas con ellas, las decías cuatro cosas,….pero siempre al final te ibas con mal sabor de boca y pensando en la legión de parados que había en España que era tan grande como lo es ahora.
Ayer, como decía al principio, andando por la calle del Carmen me volví a encontrar a las dos chicas, haciendo la misma labor, poniéndole la artesanal banderita a todo el que pasaba por allí y pidiéndoles la voluntad para los parados. Las había visto otras veces a lo largo de esto 42 años y siempre pensaba:” algún día abandonaran, pues no deja de ser agotador estar ahí en la calle al frio, al calor, a la lluvia, a los vientos, a los guardias,…”. Pues no, no lo han dejado siguen ahí, al pie del cañón y seguro que con su contumacia han sacado adelante a sus hijos, a sus maridos, posiblemente parados, a ellas mismas. Se las ve con mejor pelaje en cuanto a la vestimenta, nada de lujos, con su mismo corte pelo, sus mismos labios pintados, con algunas arrugas más y, sobre todo, ya no se enfadan cuando la gente les dice que no. Forman parte de las calles Preciados y el Carmen, como la Mariblanca o el oso y el madroño en Sol. Siguen ahí, como el pino junto a la rivera, que cantaba Joan Báez, y tu pasas a su lado acordándote de aquellos tiempos, pensando en lo que decía tu Catedrático de Hacienda y diciéndote a ti mismo que suerte has tenido que no has tenido que pasar por la condición de parado, aunque ahora eres más viejo y estas más cansado. Pasa el tiempo y parece que todo sigue igual. Son simples recuerdos de un sesentón. Pero por supuesto las cosas no son iguales, ni por supuesto peores, frente a la opinión de alguno que o no lo han conocido por edad o han tenido menos suerte en la vida.

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