“Nocturno para piano, opus 2, número 1 (Ensoñación)”, por César García Cimadevilla.

César García Cimadevilla caricaturizado.

Cierro los párpados y bajo ellos la noche me acoge. En la frialdad de mi lecho oigo tu voz cantarina, como el sonido de un piano lejano. Su música es dulce, triste, apasionada, dolorida.

En medio de la oscuridad veo tu rostro, tan suave, tan hermoso, tan bello, y sin embargo melancólico como la aurora sobre la blanca y fría llanura polar.

Tu boca me sonríe, tus labios me dicen cosas que no comprendo. Tan solo oigo el delicado repiqueteo de unos dedos sobre las teclas de un piano, cada vez más próximo. La música lo envuelve todo, percibo como si los labios de la noche estuvieran acariciando tu cuerpo, y en cambio estás lejos, tan lejos…

Imagino cada matiz de tu mirada, siento las yemas de mis dedos acariciando cada poro de tu piel. La dulzura de tu cuerpo se convierte en música. El piano se ha deslizado por el espacio y ahora está a mi lado, frente a mí, en realidad lo estoy tocando a pesar de mis ojos cerrados mientras mezco la cabeza suavemente. Las notas bailan en el aire un vals triste, embriagador, sollozante. Se mueven hacia la amada lejana, la cogen de la cintura y ¡hale hop!, estoy bailando contigo en un inmenso y reluciente salón de mármol. Siento la seda blanca de tu vestido de noche pegada a mis dedos; el calor de tu cuerpo traspasa la tela de mi frac y calienta hasta lo profundo de mis entrañas.

Estamos solos, bajo la luz tenue de las arañas nuestros pies se mueven perfectamente sincronizados, nuestras miradas se buscan anhelantes. El piano se ha trasladado hasta el fondo del salón, pero su música sigue siendo nítida, perfecta. El vals sigue el mismo ritmo que los latidos de mi corazón. Miro hacia el pianista y tiene mi mismo rostro. Las luces se apagan, seguimos bailando en la oscuridad; el piano ha dejado de sonar, pero los murmullos de la noche -el susurro del agua en las fuentes del jardín, la caricia de la brisa sobre las flores- tienen ritmo de vals y nuestros cuerpos se aman acercándose y alejándose al compás de la música.

Oigo ahora el piano que se ha situado en el jardín, entre las flores, su música es tan, tan triste que lágrimas resbalan hasta mi boca. La caricia de tus labios bebe cada una de las gotas saladas que impregnan mi rostro.

Dejamos de bailar y salimos al fresco de la noche cogidos de la mano. Contemplamos la luna reflejada en el estanque, nos sentamos en un banco de piedra y nos miramos a los ojos.

La música ha vuelto a sonar por última vez antes de ir muriendo dulcemente. En tu iris el pálido astro me guiña un ojo. Te levantas y te vas como un fantasma. Apenas tengo tiempo para coger al vuelo la orla de tu vestido. La seda se desgarra entre mis dedos que oprimen con angustia un trozo de sutil blancura.

Abro los ojos. La noche me rodea. Mis uñas, como garras desesperadas, han hecho trizas la sábana. El sueño se ha ido. Solo me queda el dulce perfume de tu ausencia, pero estás tan… tan lejos…

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