Como es bien sabido, la semana pasada fue el primer debate electoral entre los dos aspirantes a presidir la primera potencia mundial, Estados Unidos. El republicano Donald Trump y el demócrata Joe Biden se batieron en un duelo dialéctico bronco en el que, según el consenso de la mayoría de analistas políticos consultados, no ganó nadie y perdió el pueblo estadounidense. Pocas propuestas y mucha agresividad.
Quienes venís leyéndome durante estos análisis que llevo haciendo desde hace aproximadamente un mes y medio sabéis que soy muy crítico con el presidente Trump y que, sin mucho entusiasmo -que todo hay que decirlo-, me inclino más por el candidato demócrata Biden. Esta vez no será diferente -sí, podéis llamarme previsible-, aunque reconozco que su estrategia es doblemente efectiva: por un lado, su estilo abusivo está pensado para motivar a sus seguidores más enfervorizados; por otro, al embarrar el terreno de juego con exabruptos y ataques ofensivos, consigue alejar la idea de un debate más complejo -que exigiría un mayor esfuerzo intelectual- y entra en un escenario de simpleza en el que se siente mucho más cómodo.
A pesar de que Donnie cumplió con el guion que traía preparado, no puedo darlo por vencedor de la contienda porque en el momento en el que arremetió no ya contra su oponente sino contra su hijo perdió completamente los papeles. Si se hubiese tratado de una competición deportiva o similar, debería haber sido descalificado inmediatamente. A Biden, en un momento del debate, se le escapó llamarlo «payaso», algo con lo que no puedo estar de acuerdo porque yo soy un amante de los debates respetuosos en los que fluyen los argumentos bien elaborados. Sin embargo, Trump, a quien deseo una pronta y total recuperación tras haber contraído el covid-19; traspasó todas las líneas rojas del mal gusto y la conducta antideportiva.