Muertos II

Gonzalo González Carrascal.

Por Gonzalo González Carrascal · @Gonzalo_Glezcar.
Lograr no apartar la mirada ante el horror. Deliberadamente determinado a no dejarse intimidar ante la descarnada faz de la vida misma, el crudo trazo de su pincel revela con todo realismo los denuedos sin fin de los hijos de la muerte por reproducir en el juego humano que damos en llamar guerra -y en sus excesos-, la conflictiva dinámica esencial. Configuradora de todo lo que es a partir de la concurrencia de fuerzas contendientes. La inexorable mortal dinámica que a todo impele y que del hombre -cosa más entre cosas-, hace presa. Una mirada lúcida ante la condición de esa peculiar variedad de primate que, encerrado en la lógica de su naturaleza predadora, de vida hace muerte y de muerte -bajo multiforme apariencia- sentido de vida.

Su Apoteosis de la Guerra -la más reconocible de su extensa y reflexiva obra-, retrata cuanto esencialmente la condición humana entraña, arrancando al sujeto que la contempla de la plácida calidez de la convenida ficción burguesa imperante -afincada en la pretensión rutinaria de un sempiterno instante presente apartado de todo desagrado o convulsión existencial-, hasta estrellarlo contra la cruda metáfora del soterrado arcano que toda expresión perecedera -que todo- encierra, comprimida en un lienzo. Llevando con su imagen a cada cual, más allá del juego particular en que se le marchen sus días y quebrantos, a atisbar la obscuridad abisal de la dinámica esencial subyacente. Evidencia del juego único al que todos los demás están sometidos. Y del que no dejan de ser expresión suya a modo de reverberación tonante en cada nodo de la realidad. Revelando no sólo nuestra desgarrada condición, sino con ella el residuo al que se ve abocado todo cuanto decimos ser.

El limitado alcance de nuestra comprensión y durabilidad nos impide adquirir una más adecuada perspectiva del proceso con que el juego se desenvuelve en su extensión. Pero no poder contemplar el juego completo no debe impedirnos tratarlo, en lo que concierne a lo humano, en todo su desabrido rigor. Y es ahí donde la potencia de la imagen orada toda superficial esperanza. Toda meliflua visión conciliadora de un esplendoroso futuro prometedor resultante de un supuesto destino universal, que cualquier delirante relato salvífico pretenda inducirnos a creer bajo engañosas máscaras. Incluida la del Progreso.

Vereshchagin logra hacer torcer el gesto del observador. Nada puede salvarte, parece susurrar tras el lienzo. Ni ideología, ni creencia alguna podrá consolarte sino bajo el manto del engaño. Frente a la mentira, sólo la visión ecuánime que la inteligencia puede proveer al ámbito de lo común aportará cierta garantía de encaminar su acción de esfuerzo conjunto hacia la contención del permanente conflicto y la consecución de una razonable prosperidad. Ésta sí, bien posible y alejada de todo utopismo en tanto adecuada gestión racional orientada a la maximización del bienestar social. Haciendo del tránsito vital individual y común humano -sin más propósito ni finalidad que el de ser realizado-, un más tolerable y digno derrotero existencial a completar.

Es en este franqueamiento del camino en el que nos hallamos donde, no sólo el recuerdo sino la reflexión crítica de la experiencia acumulada de su paso, los ya muertos deben hacérsenos presentes. Para, tal vez, intentar así nosotros evitar revivir las mismas pesadillas que habitaron unas mentes de las que sólo restan ya apilados sus envoltorios. Y, como aquellos soldados rusos que se precipitaron al foso de la fortaleza de Schweidnitz únicamente para llenarlo con sus cadáveres para que sus compañeros pudiesen pasar por encima de ellos y tomar la plaza, escuchar lo que los muertos tienen que decirnos mientras volvemos a hollar sus vacilantes huellas -otrora recorridas por unos erráticos pasos-, y que hoy suponen nuestras certezas.

Hasta el momento en que nuestros cultivos sean yermos y nuestras ciudades ruinas reconquistadas por una naturaleza que siempre reclama y logra lo que le es propio, generación tras generación, el orfeón de Yoricks seguirá hacinándose mientras entona el milvocero canto de todo cuanto atisbo de inteligencia que reste esté dispuesto a escuchar con la humilde disposición de gratitud hacia los que precedieron. Ciertos en la comunión de saberse iguales. Hijos de la muerte.

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