Muertos (I)

Gonzalo González Carrascal.

Por Gonzalo González Carrascal • @Gonzalo_Glezcar.

Vértigo y zozobra confundidos en la cadencia que le lleva. El meteco de Citio avista desde la embarcación el Pireo. Como todo joven de la Hélade, bajo el ya entonces declinante dominio ático, acude a la polis para servir en la nueva leva hoplita. Llega al núcleo de una sociedad en fase depresiva. Desvaídas instituciones y estrategos incapaces de mantener la estela política, que sólo dos generaciones antes el gran Temístocles diseñase para la consolidación de la preeminencia económica y militar ateniense, delimitan el escenario. El desmoronamiento de un orden, la tragedia a representar.
Apóstoles del pensamiento salvífico individual intentan dar respuesta al creciente desconcierto ciudadano ante el naufragio social en ciernes. Antístenes, entre ellos, encuentra acomodo. Zenón, así se hace nombrar el joven meteco, indaga. Como todo animal humano inteligente, anhela dónde encontrar sentido allí cuando una sociedad pierde toda referencia. Interpelado por éste, Antístenes, anciano, mirándole con la lúcida expresión desvaída de aquél al que ya nada queda en qué creer, sentencia: “Acude entre los Muertos”.
Bajo lacónica concreción, la fórmula encierra la mayor lucidez. Vislumbrar el único fundamento de sentido alcanzable. La comprensión de la pertenencia a la comunión en la Muerte. Aquello que enmarca toda estructura relacional entre humanos y condiciona su propia dinámica temporal. En ello radica la etimología del propio término Nación. Remitente al acto de nacer. Que en tanto comunión de nacidos, comunión de mortales. Aquellos entre los que la consciencia de muerte funda lo esencialmente vinculante. Los murientes. La comunión cierta en lo efímero.
Ante la dinámica disolutiva esencial, particular y colectiva, común a todas las formas, la Memoria es el único dispositivo material que permite su elusión. Burla al Tiempo. Condición indispensable para la estabilidad de todo proyecto transgeneracional de convivencia. A partir de esta labor acumulativa, la nación sortea el trance, el salto del abismo existencial que media entre dos instantes, fingiendo la apariencia sostenida de la estabilidad e identidad que toda comunidad humana precisa arrogarse a partir del relato continuo que dice ser su Historia. Un relato que, sólo siendo único, condición indispensable de identidad, logra la identificación de los vivos con los muertos, así como de los vivos entre sí. La quiebra de la memoria, pues, implica la quiebra de la identidad. Y con ello, la continuidad de la nación que se dice a sí misma para seguir siendo.
Antístenes lo sabía. Cuando una sociedad pierde toda referencia, sólo queda la opción de tornar seriamente sobre sí misma. Pensarse con rigor. Reconocerse en sus múltiples formas a lo largo del tiempo. En todas. Incluso en las más grotescas. Murientes reflejándose en los muertos a través de las múltiples caras del espejo del tiempo. En todas. Sólo de ese modo una comunidad logrará entenderse de modo cierto. Composición única de su poliédrico relato.
La aceptación de su propia condición -lo que es- y, por tanto, el logro de su madurez, es la apuesta en juego. Su fracaso: habitar el mito o la infancia. Pues tan dañina es la palabra falsa como la balbuceante e ignorada. Falacia e ignorancia que, instituidas en canon de certeza, sólo conducen a una comunidad hacia la exaltación ficcionada o al olvido selectivo de sí. Exaltación que nunca dice verdad. Olvido que nunca logra acallar la verdad que pretende enmudecer, pues nadie deja de ser aquello que desea evitar ver de sí mismo. Delirio o disolución franquean la disyuntiva.
Algo socialmente esencial se encierra bajo metáfora en forma festiva, ya religiosa o pagana, de la celebración del día de difuntos. La revivificación de la memoria y del relato de nuestra historia. Comprender nuestro proceder del pasado -al reconocernos en las formas homólogas ya disueltas en el flujo de lo real- al igual que nuestro proceder en el presente, acudiendo a la memoria, que sólo en tanto única puede ser común a todos. Entender que ni memoria ni muertos son de unos u otros. Que sólo nuestros son nosotros: nación.
Murientes reconociéndose en la senda iniciada por los ya muertos. Sólo de tal reconocimiento, la historia se torna vida. El relato común de un pasado y un presente engarzados en un proyecto de construcción de futuro. El fraude u olvido de lo que los muertos nos dicen sólo puede confundir el relato de la historia que nos dota de sentido como comunidad. De proceder así, sólo podremos esperar el extravío de la derrota de nuestra sociedad en el proceloso mar del tiempo. Vértigo y zozobra confundidos en la cadencia que nos lleva.

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