“Monchito”, por Gonzalo González Carrascal.

Gonzalo González Carrascal.

Gonzalo González Carrascal · @Gonzalo_Glezcar.
Su fija mirada sólo se ve endulzada por un casual parpadeo que no impide vislumbrar su huera consistencia. Mira sin ver. Acompasados a la cadencia de unas impronunciadas palabras que cree oírsele decir, sus brazos se mecen. Mientras, sus labios se baten movidos al son de una dinámica que evita ser sentida impuesta por la insuflada exhalación de un aliento extraño. Desposeído de consciencia. Enajenado. Su acción, mera cesión a una voluntad que no le es propia.

Hábilmente actuado ante el ojo expectante, el muñeco cobra vida. El ventrílocuo extiende bajo su influjo el hechizo de un desdoblamiento. Embeleco por el cual uno torna en múltiple, a través de la ficción dialéctica de un autocontenido soliloquio -conformado a modo de fingido diálogo-, cuyo pensamiento rector moldea su íntegro desarrollo de acuerdo al interés único que el dotado farsante impone al público.

La fascinante coreografía de asertos y réplicas infunde aparente vida a la inerte naturaleza del pelele, mientras su secuencia nos porta a través de un vaivén discursivo tras el cual sólo yace emboscado el propósito del embuste. Ser guiados a través de una farsa. Dirigida hacia la consecución de la guía y aceptación -del observador substraído al engaño- de las tesis urdidas bajo la aparente confrontación de una fingida variedad actoral desplegada en la puesta en escena resultante de un calculado ejercicio esquizofrénico.

Inquietante -siempre-, el trapo transubstanciado por obra y gracia del arte fija en su oquedad el contenido del papel que le es impuesto. Gestos y palabras actúan a través suyo, poseído por el genio del ventrílocuo, mientras éste observa satisfecho el despliegue de su oficio sin dejar de sentir en su espinazo el recorrido de un leve escalofrío. Con el eco de los aplausos aún reverberando en la soledad de su camerino, la duda -por un instante- le asalta, mientras una leve pátina de sudor perla su frente.

Incapaz de evadirse del imaginario contemporáneo, el histrión percibe a su pesar un hipnótico estupor. Observa detenidamente los lánguidos ojos del familiar amasijo de felpa sostener indiferentes su torva mirada. Por un instante, la soledad frente a las facciones de lo semejante -aun inanimado- le arrebata transitoriamente la razón. Arrastrándole tal sugestión a vacilar frente a la certeza absoluta de su relación de pleno dominio sobre la impersonal sumisión de su pareja escénica. Sobre la influencia misma de ésta en su propio comportamiento actoral. Y, con ello, la puesta en duda de la certeza absoluta del control sobre sí. Acaso la marioneta pueda también mover al ventrílocuo…

Todo espacio escénico es esencialmente invariante. Lugar donde toda mirada converge sobre la acción representada. Durante la mayor parte del lapso en que se ha alumbrado la realidad nacional del presente periodo democrático, el papel jugado por cada fuerza política ha venido animado por su propia disposición relativa dentro de un espectro de fuerzas parlamentarias sesgadas conforme a un esquema claramente bipartidista.

A medida que tal ordenamiento ha venido evidenciando su progresiva deriva fragmentadora, la dificultad de constituir mayorías cualificadas para el ejercicio de sus funciones ha quedado supeditada a la capacidad de generar alianzas y pactos en los que las fuerzas relativas de sus integrantes, por símiles, pueden quedar ahogadas en la lucha faccionada por liderar su entente.

Embebido en tal dinámica, el riesgo de acabar deviniendo no ya en comparsa inanimada sino en voz desnaturalizada de sí mismo por la acción o mera influencia del partenaire -dentro de las posibles y novedosas fórmulas de coalición alumbradas por la combinatoria electoral- ha de llevar a los partidos al análisis riguroso del alcance de los contenidos programáticos y del margen competencial –e informativo- con que los diferentes integrantes de los gobiernos así formados sean investidos.

Mas la percepción de que una unión entre fuerzas relativas dispares, pero de adición necesaria, representará el esencial ejercicio del poder de la mayor de ellas -sólo formalmente matizado por la presencia del partido acólito- es fórmula de engaño si no es a costa de acotar -cuando no vaciar- toda entidad que pueda pretender asumir éste.

El desarrollo escénico de una representación del papel de un gobierno verosímil -que no necesariamente verdadero- precisa dotarse de la coherencia que sólo un discurso único puede lograr, pese a la apariencia y sintonía dialogal que hábilmente logre desplegarse. De no lograrse, la marioneta dejará de ser tal. Dotada de vida y voluntad propia, no sólo turbará por su mera presencia la disposición del ventrílocuo -siempre lo hace-, sino que su réplica turbadora e insumisa supondrá el mayor de los terrores.

 

 

 

 

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