“Miau”, por Gonzalo González Carrascal.

Gonzalo González Carrascal.

Gonzalo González Carrascal · @Gonzalo_Glezcar.
Reverbera –lapidaria- su frase ante el gesto perplejo de la pequeña. «Todos estamos locos por aquí». El sugerente personaje bien sabe que, tras las maravillas del país que habita, yace escondida la realidad desquiciada de un frenopático. Reino sin sentido, donde el absurdo es norma.

«Pero es que a mí no me gusta estar entre locos…». Refractaria, la mentalidad victoriana de la chiquilla -aún receptora del postrero y dulce aroma del cuerpo yacente del sueño ilustrado europeo- se revuelve contra el hado y lugar a la que la madriguera del conejo la ha llevado a parar. La ha venido a parir.

«Eso sí que no lo puedes evitar. Yo estoy loco. Tú también lo estás. A la fuerza. De lo contrario no habrías venido aquí». Esquivo y juguetón, el gato de Cheshire desdibuja su figura, mientras -suspendida en el aire- su sonrisa permanece flotando. Enigmática. Consciente. Persistente presencia lúcida encerrada en un gesto que se niega a desaparecer.

Lisérgico viaje de iniciación, el fabulado por Carroll, a la comprensión de nuestra compartida condición. Periplo onírico, desplegado a través del corpus figurativo decimonónico británico, que nos incita al cuestionamiento de la pretendida racionalidad que el humano se arroga para sí.

Despojada de la referencia consolatoria de sentido que la costumbre ofrece, Alicia vehicula la experiencia de quien se expone -en el límite- con sensatez litigante a un mundo que no comprende. Embebida irremisiblemente en una lógica aberrante. La compartida comunión en el extravío por todos los habitantes del lugar, para los que la pequeña e inquisitiva extraña supone un molesto polo subversivo frente a la acomodaticia formalidad aparente del reino del dislate.

Lugar donde la seriedad desplegada, y compartida por todos, en cada sinsentido impone una fingida pátina de solemnidad al absurdo que, intimidante, desafía cualquier reparo. Sofocando todo conato de burlona mueca apenas fruncida en las comisuras de la boca de la chiquilla. Achantándola, sólo por algún tiempo, ante lo que intuye no es sino mera estupidez investida de aceptada normalización, pompa y fatua gravedad.

Pérfida combinación incitante a la pereza mental, la dejadez moral y la miopía intelectual de aquéllos que, ufanos, se piensan vivir en el País de las Maravillas. Felizmente alojados en la distorsión de una realidad que les lleva a ser y actuar conforme a la ridícula convención instaurada que les rige. Sociedad enferma. Enloquecida. Que se ignora estarlo.

Expuesta al confuso marasmo de ambigüedades e intereses espúreos que azota el debate público –difuminando la exigida y debida cesura que ha de mediar entre dogma y certeza, narrativa y propuesta, consigna e idea- toda democracia corre el riesgo de ser arrastrada por la demencial deriva del disparate y sus sectarias banderías. Precedentes históricos -por desgracia- no faltan.

Es por ello que, permitirse el lujo de ignorar toda persona o argumentación que incomode o cuestione la lógica de nuestro mundo –cualquiera que sea su alcance- ahogándola en la indiferencia, mancillándola con el insulto, cuando no condenándola a la interdicción, es obviar el riesgo cierto y compartido de falibilidad individual y de desbarre social que conlleva pertenecer a nuestra simiesca especie.

Bienaventurados los que, de entre nosotros, gocen de la capacidad de discernimiento que les permita barruntar la falacia emboscada tras nuestras verdades inamovibles. Nuestras creencias compartidas. Nuestras dignidades impostadas. Ese lúcido reconocimiento de participación en el desvarío esbozada por la vaporosa sonrisa felina que, posada sobre nuestros hombros, nos advierta –como a la marisabidilla Alicia – de la insania de nuestro tiempo. Todo tiempo. De que el pensamiento crítico, si no es salvación al menos es un esfuerzo consciente por tratar de comprender nuestras vidas. Lo que ya es mucho. Susurrándonos al oído que «en la cabeza está el secreto de casi todo», si somos lo bastante valientes como para aceptar el envite. Desperezarnos y comenzar a emplearla. A riesgo de que la reina de corazones exija que nos la corten.

In Memoriam

Fernando Sánchez Dragó

(Feliz viaje al otro lado del espejo).

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