“Los socialistas en los ayuntamientos” (y II), por Eusebio Lucía Olmos.

Eusebio Lucía Olmos.

La Agrupación Socialista Madrileña, que había decidido no participar en las elecciones municipales ante la injusticia de la famosa “adaptación” legal, lo hizo por fin en algunos de sus municipios a partir de 1901, con el principal objetivo de denunciar dicha norma, obteniendo sin embargo algún positivo resultado. Por lo que a la capital se refiere, no sería hasta una vez conseguida la primera modificación legal del impedimento de presentación de los candidatos obreros, coincidente con la experiencia adquirida ya en tales procesos, fechadas en las de noviembre de 1905, cuando obtendrían el gran éxito de ver elegidos concejales a Pablo Iglesias, Rafael García Ormaechea y Francisco Largo Caballero, por su distrito de Chamberí, no sin vencer alguna resistencia final que la Junta Electoral continuó planteando.

Una vez posesionados, Pablo Iglesias se incorporaría a la comisión de Policía Urbana y Beneficencia, García Ormaechea a la de Hacienda y Estadística, y Largo Caballero a la de Obras y Consumos. El ejercicio de los cargos no les fue fácil a ninguno de los tres pesos pesados elegidos, debido sobre todo a las suspicacias y menosprecios con que el resto de las fuerzas políticas representadas en el consistorio les trataba. No obstante, y como expresión de la actitud de los nuevos concejales, decidieron renunciar, entre otras gabelas, a los pases gratuitos para los tranvías, gesto que fue muy apreciado por el vecindario. Desde su llegada, no les faltó trabajo ni mucho menos, sino que necesitaron una dedicación plena de 24 horas diarias, sobre todo en el caso de Largo Caballero, quien llegaría a declarar más tarde que “me fue más penosa la función de concejal que el desempeño del cargo de ministro de Trabajo”.

El propio Caballero nos ha dejado en sus Memorias numerosos relatos detallados del paso por la vida municipal durante aquellos primeros años. La presencia de los tres concejales socialistas en el Ayuntamiento madrileño supondría, sobre todo, su abierta lucha contra las corruptelas y componendas que venían siendo tenidas como normales, dedicando también una especial atención a la calidad e higiene  de los alimentos y al estado de los asilos. El reparto de favores a los amigos en forma de empleos municipales, como era costumbre inveterada en el consistorio, sería uno de sus primeros campos de batalla, presentando un reglamento para los ingresos por oposición o concurso, al que los veteranos ediles conservadores buscaron también sus resquicios para ser eludido. Tanto es así, que el alcalde Alberto Aguilera aconsejó a sus concejales en una ocasión, no sin cierta sorna, en referencia a Iglesias y Caballero: “Señores, hay que sacrificar ciertas costumbres, porque ha entrado en esta Casa la pareja de la guardia civil”.

La tan referenciada fuerte vocación municipalista del PSOE fue así lentamente consolidándose, de la mano de un creciente número de alcaldes y concejales socialistas en los ayuntamientos de pueblos y ciudades españoles, para ir de este modo acercando la política a los ciudadanos y animándoles a su participación en una realidad específica que de sobra conocen. Y los socialistas no les defraudaban, como lo habían hecho los conservadores y liberales, por lo que continuarían manteniéndoles en las concejalías de los ayuntamientos mientras les estuviera permitido darles su confianza.

Tras la llamada “semana trágica” y la dura represión del gobierno contra las organizaciones obreras del verano de 1909, el partido socialista tomó por fin la acertada decisión de formar parte de la Conjunción Republicano-Socialista, obteniendo con ello un importante apoyo en la elecciones celebradas en mayo de 1910, que se concretó en la elección de Pablo Iglesias como diputado por Madrid. Por primera vez se podría oír en el Parlamento español la voz de un socialista, dejando de escuchársele en la Casa de la Villa, sede del Ayuntamiento madrileño. No obstante, la presencia de concejales socialistas en esta Casa sería ya constante hasta el golpe de Estado del general Primo de Rivera en 1923.

A pesar de que la segunda década del siglo XX desencadenó acontecimientos de notable tensión nacional e internacional con excesiva rapidez. El desastroso mantenimiento de la guerra de Marruecos y el clima prebélico que se palpaba en Europa, y que la Segunda Internacional era incapaz de contener, hicieron agudizar el problema social en España. Finalmente, la Gran Guerra estalló, y durante varios años se dispararon unos a otros, desde sus respectivas trincheras, trabajadores alemanes, franceses, ingleses, austriacos e italianos. Aunque España, metida de lleno en su guerra del norte africano, se mantuvo al margen, no dejó por ello de sufrir de manera directa las consecuencias del mayor conflicto armado hasta entonces conocido, lo que provocó la huelga general revolucionaria de agosto de 1917, coincidiendo con la que se estaba viviendo en la lejana Rusia, al otro extremo de Europa, y causante de un notable impacto entre la opinión pública.

El inicial fracaso del movimiento se convirtió finalmente en un sonado triunfo, cuando el gobierno se vio obligado, unos meses después, a amnistiar a los cuatro miembros del comité de huelga, condenados por un consejo de guerra, ante la intensa campaña popular que se desencadenó en su favor. Incluso ya antes, en las elecciones municipales de noviembre de 1917, se presentó una candidatura política formada por los cuatro, a quienes, pese a su triunfó, no se les permitió ocupar los cargos. Sin embargo, el que volvieron a obtener como candidatos a las elecciones generales de febrero de 1918 supuso para los socialistas la obtención de seis escaños de diputados, lo que era tanto como la posibilidad de formación de una minoría parlamentaria. Aunque semejante resultado electoral se vio ensombrecido por el largo y duro proceso que enfrentó a los socialistas españoles, partidarios y oponentes de acceder a las férreas condiciones que la nueva Internacional Comunista ponía para acceder a su adhesión.

La escisión comunista de 1921, la dictadura del general Primo de Rivera (1923) y la muerte de Pablo Iglesias (1925), fueron hitos que marcaron profundamente el devenir del Partido Socialista en todo este periodo. No obstante, la vida municipal siguió su curso hasta la víspera del 13 de septiembre de 1923, en que el general protagonista del golpe de Estado disolvió los ayuntamientos españoles, para ser las alcaldías y concejalías ocupadas por militares y personas de la confianza del dictador. No se volverían a constituir hasta la publicación del Real Decreto de febrero de 1930, instado por el sucesor de Primo de Rivera, el general Berenguer, que repondría a los ex concejales hasta la histórica consulta electoral del 12 de abril de 1931. Pero, el hecho fue que los concejales y alcaldes socialistas habían continuado ejerciendo sus funciones a favor de los ciudadanos de manera tenaz, y tratando al mismo tiempo de conseguir una administración municipal eficaz y moderna.

En aquellas históricas elecciones municipales, que supusieron el cambio de régimen político, los republicanos obtendrían 16 concejalías, 15 los socialistas y 19 los monárquicos, resultando elegido como alcalde el abogado republicano Pedro Rico. Entre los socialistas se habían incluído a una serie de prestigiosos intelectuales, como Fernando de los Ríos, Julián Besteiro, Cayetano Redondo o Ángel Galarza, junto a los panaderos Rafael Henche y Manuel Cordero, al tipógrafo Andrés Saborit, al estuquista Largo Caballero, al albañil Antonio Fernández Quer, al zapatero Lucio Martínez Gil, al embaldosador Manuel Muiño, o al metalúrgico Wenceslao Carrillo, haciendo todos causa común en beneficio de los vecinos de la capital republicana. Una de las primeras decisiones de aquel Ayuntamiento fue precisamente la cesión al pueblo madrileño de la Casa de Campo, finca de propiedad real desde hacía siglos, e iniciar de inmediato una importante campaña de escolarización y construcción de centros, en línea con las políticas del gobierno republicano. Se procedió a la contratación temporal de 10.000 madrileños, empleados muchos de ellos en la remodelación de una serie de vías urbanas, así como en la construcción de diversas colonias de casas baratas.

Para festejar el primer año de la proclamación republicana, el Ayuntamiento organizó un desfile “no bélico” para mostrar a los madrileños los servicios con que contaban, y que supuso todo un éxito de público asistente. Participaron los guardias municipales a pie y en motocicletas, la banda infantil del Colegio de la Paloma, las ambulancias de las Casas de Socorro, los camiones del Laboratorio Municipal, los coches fúnebres municipales, una sección de matarifes uniformados del Matadero Municipal, los barrenderos, mangueros y basureros con sus respectivos carritos y coches de riego, los últimos modelos de autobuses adquiridos por el Ayuntamiento, y los vistosos bomberos cerrando la parada.

No obstante, pocos días después comenzarían los problemas para aquel consistorio, cuando se convocó una huelga de transportes, que el gobernador civil declaró ilegal, eludiendo el alcalde su necesaria intervención, a lo que vino a unirse algún sonoro caso de corrupción para acelerar el descenso de popularidad del consistorio madrileño. No obstante, en las elecciones municipales del 23 de abril de 1933, en que por primera vez votaron las mujeres y que ganaron las derechas con rotundidad, Madrid fue la excepción. Aunque menos de seis meses más tarde – en octubre de 1934, tras los sucesos revolucionarios – cesaba en la alcaldía Pedro Rico, para ser sustituido por una gestora regida por el derechista Rafael Salazar Alonso (“el del estraperlo”), y más tarde por su correligionario Sergio Álvarez de Villamil, volviendo Rico a repetir mandato en febrero de 1936, con la victoria electoral del Frente Popular.

La rebelión militar y la guerra civil posterior condicionaron la vida ciudadana, lo que hizo declarar a su alcalde: “En las calles luchan los hombres; para atenderlos, para sostenerlos, el Estado, en colaboración con el Ayuntamiento, realizará el esfuerzo máximo para atender a las familias, para procurarles subsistencias”. Pero, la llegada de los militares sublevados a las puertas de la capital precipitó la salida de Rico, quien presidió su última sesión del Ayuntamiento el 6 de noviembre de 1936, para intentar huir sin éxito a Valencia, junto con el gobierno de la nación. No obstante, y a pesar de la guerra y los miles de dificultades entre las que no eran menores los bombardeos, la vida continuó en Madrid, siendo el socialista Cayetano Redondo Aceña quien el día 13 de noviembre de 1936 se haría cargo de la alcaldía, junto a Julián Besteiro, Rafael Henche y Wenceslao Carrillo. El 24 de abril de 1937 le sucedió su correligionario Rafael Henche de la Plata quien, tras el triunfo del golpe de Estado del coronel Casado y la inminente entrada de las tropas franquistas en la ciudad, disolvió la corporación para marchar a Levante con intención de alcanzar el exilio. A éste le sucedió el anarquista Melchor Rodríguez García, nombrado por Segismundo Casado los últimos días de la guerra, para ser quien entregase los poderes municipales a los franquistas el día de la rendición de Madrid, 28 de marzo de 1939.

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