Suena la guitarra, deja notas tranquilas mientras acuna al niño que duerme. Su madre le canta nanas para pasar el hambre, para distraer el estómago y la noche gélida.
No se ha separado del instrumento en todo el viaje, abrazándolo como abraza al niño en su regazo. Ella siempre canta, en las largas caminatas y en los campos de refugiados, entre el barro y el frío del invierno, o a la luz de la primavera cuando la espera se hace más agradable. Pero un día tiene que elegir entre el niño o la guitarra y elige a su hijo. Aún le queda la voz para arrullarle, ya se comprará otra cuando las cosas mejoren. Le tiembla la voz un poquito, pero es mejor el trozo de pan a cambio que el estómago vacío, rugiendo.
Cuando llegue, acabará en el metro pidiendo limosna, mientras canta música de su país, incluso se aprenderá alguna canción de la radio y animará los vagones con el ritmo. Ella, que había sido una cantante reconocida, se perdió entre la muchedumbre por la guerra, Estuvo a punto de grabar un disco, pero el sueño se disolverá entre lodazales, barcos minúsculos y tiendas de campaña.
Y ahora la aplaude el vagón entero, el chico que lee, la joven del móvil, el anciano del bastón, la mujer del bolso grande, la despistada que no mira el reloj. Y uno, uno entre la multitud, un músico con oído la invitará a un concierto.
Volverá a subirse a un escenario, donde las razas no importan y la voz es un pasaporte. Y ese día recordará la nana que le cantaba a su hijo, y le vendrá todo el lodo a la boca, todo el frío, todas las caras girándose en el metro, todas las olas balanceándola, toda la mugre acumulada, y le saldrá voz de superviviente, voz de estómago, voz de tripas, y en ese momento se sentirá en casa, a salvo sobre los tablones secos.