Esperas que la sangre fluya hasta que esta ruge y se desborda.
Y entonces gimes y te aprisionas.
Y te escondes y dudas.
Demasiado tiempo evitando, demasiado tiempo esperando y saltando, demasiado dejando que el tiempo pase, se esparza y no te aprisione. Entonces la vida es un fluir sinsentido. Y cuando quieres volver a tomar las riendas la realidad te ha vencido y las fuerzas son nimias. La minúscula templanza se ha convertido en mosca que vuela y no alcanza, en mariposa que aletea y no alza, en gusano de tierra que se esconde en el barro, ciego.
Tú miras las águilas, pero no tienes su cuerpo, ni su envergadura, ni su pico y mucho menos sus garras. La realidad se escurre como agua sucia entre tus manos y la vida se carcome, la noche se diluye y los deseos de otear desde las nubes se cercenan, caen en cristales rotos, mínimos. Las fuerzas para recomponerlos faltan. No sabes cómo agarrar los mandos de esa nave, tu cuerpo, a la que le faltan piezas, ya no responde. Mecanismo sin circuitos ni electricidad.
Poco a poco das un paso pequeño, y a este le sigue otro pequeño también y el barro empieza a disolverse, y la electricidad a fluir y los cristales a juntarse y soldarse y se solidifican. El insecto empieza a alzar el vuelo, quizás cae un momento, desacelera pero vuelve a remontar hasta que enfilas los raíles y el tren arranca, primero es un cercanías, después enlaza con un regional y, al final, es un alta velocidad que marcha a toda máquina.