Los relatos de Aina. “Concierto”, por Aina Rotger.

Aina Rotger Carlón.

Se abre el telón y aparece el excelso pianista Romualdo Domínguez vestido de etiqueta. Iluminado por un elegante foco blanquecino, desliza las manos sobre las teclas con su acostumbrada precisión y dominio, y nos regala la música de tres boleros y dos sonatas de Mozart. Los fotógrafos de los medios disparan sus flashes iluminando aún más la escena. El auditorio se viene arriba y aplaude con efusión tras cada interpretación. Entre el público, al compás de la música, Raúl pellizca a María en el muslo y le mira las tetas fláccidas, esta no ha dejado de sonreír y se le cae la baba, abstraída en la melodía, mientras Eusebio mueve la pierna entumecida al compás. Y Belén levanta todas sus arrugas en una sonrisa beatífica. Yo, mientras, me admiro del magistral dominio del piano, y cuando termina las piezas aplaudo junto al resto del auditorio de más de setenta años que llena la sala. Las paredes verdes del geriátrico han resonado y el eco de los acordes, pese a la mala acústica, ha dejado sonrisas por doquier.

Esa semana había roto un espejo y visto un gato negro y me temía lo peor, que no apareciera el pianista o que alguno de los internos se pusiera a gritar. Me asombro del éxito.

Sondeo a los más que septuagenarios, quienes me tararean alegres partes del repertorio, y sigo preguntándome por qué Romualdo ha accedido a venir al centro y no está en su gira por los grandes auditorios mundiales. Me han llegado rumores de que era amigo de infancia de la directora, otros dicen que María era su madrastra y hay quien comenta que su mejor amigo está internado con Alzheimer, no sé qué hay de cierto en todo ello pero nos ha dejado grandes momentos. Al terminar le acompaño al hotel y le pregunto el motivo de tanto honor, y esboza una sonrisa y guiña un ojo, misterioso. Lo cierto es que nunca sabré por qué accedió a deleitarnos con sus notas porque la bruja de la directora está encerrada en el bunker de su despacho y María no recuerda casi ni cómo se llama, no digamos los enfermos de Alzheimer.

Cuando regreso al centro a pelearme con Gonzalo y su manía de tirarse la comida en el pijama, me digo que a veces la vida te trae sorpresas; y luego, al llegar a casa y quitarme la bata de enfermero, me pongo los discos de Romualdo y me sumerjo de nuevo en su música recordando las comisuras levantadas en esas caras que a veces ya ni recuerdan los nombres de sus familiares, pero que renacen en cada nota, las voces rotas tarareando, y me digo que este mundo a veces es luminoso y tiene ritmo; el ritmo de la música de un bolero con final feliz.

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