Vino del desierto, de las jaimas, las dunas de arena y el sol impenitente. La acogimos en Palencia unos meses. Era pequeña y dulce como el té saharaui de donde procedía. Tenía ocho años. Jugó con mis hijos a correr y a saltar, a bañarse en la piscina.
Antes de regresar a su país le preguntamos que quería llevarse de España: nos imaginamos que sería aquella muñeca que tanto le gustaba o el camión de juguete del que no se separaba. Pero no, su respuesta fue una sorpresa. Dijo que quería llevarse el grifo. Ese grifo del que manaba agua, el grifo de beber y lavarse sin tener que andar hasta la fuente, el grifo que llenaba la piscina y regaba la hierba del jardín frente a la arena yerma de su Sahara.
Ahora, mientras me demoro en la ducha, me acuerdo de Fátima y deseo que algún día pueda regresar a la zona de su país ocupada por Marruecos en la que también el agua fluye por los ríos y hace crecer el verde; y deseo que el campamento seco y árido solo sea un tránsito corto hacia el agua. Y que todo fluya como el líquido que ella tanto apreciaba.