Entre el desconocimiento de quienes se creen que son los mejores, por derecho, y el desconcierto existente en estos momentos como consecuencia de la crisis sanitaria y social del covid, se encuentra un espacio mínimo pero inmenso de belleza, íntimo pero que abraza a todo un pueblo y sorpresivo, tanto como para descubrir lo que es florecer en noviembre.
A veces, la vida te exige ser objetiva, y eso haré al relatar el milagro del que fui testigo hace unas semanas. Intentando que los sentimientos, ésos que sobrevuelan las cabezas de todos los que amamos el arte y, de algún modo u otro, ofrecemos parte de nuestro tiempo a cualquier disciplina, me sitúo al margen, observando aquella escena de modo imparcial, del mismo modo que alguien observa los asistentes a su sepelio. Será difícil porque, aquel momento, fue uno de esos momentos en mi vida en que me inundaron los sentimientos, llenando mi pasado de color, mi presente de vida y mi futuro de luz.
El pasado 4 de noviembre asistimos a la conferencia escenificada “La Teatralidad en la obra pictórica de Fausto Olivares Palacios” en el marco de la celebración del Festival de Otoño y en conmemoración de los 80 años que, en este año, habría cumplido este gran pintor, cuyo fallecimiento prematuro hace 25 años, impidió que su obra pudiese proliferar más aún, puesto que se nos fue cuando quedaba mucho arte por crear con sus pinceles. Fausto Olivares Palacios, considerado pintor del Expresionismo, encuentra mejor encaje dentro del “Neoexpresionismo Figurativo”, porque sus pinceles escribían historias teñidas de lo “jondo” y un dramatismo único.
La conferencia mencionada anteriormente corría a cargo de Fausto Olivares Gerardin, su hijo además de director de teatro y dramaturgo que dirige la compañía teatral “Levez l’Encre”. Para ser sincera, todos esperábamos una conferencia de gran relevancia, oficiada además por un conferenciante de lujo, su hijo, ¿quién mejor que el hijo del propio artista para hablar de la dimensión dramatúrgica y su faceta interpretativa?

Al comienzo, en el escenario comenzó a expandirse la magia en un ambiente telúrico y perfumado de añoranzas. Las obras de Fausto Olivares (padre) proyectadas en el centro de la escena consiguieron hacer palpitar a los asistentes, parecían estar pariendo un pasado de historia y leyenda acaecido justo al lado del Teatro Infanta Leonor, lugar donde se desarrollaba el acto. Seguidamente, Fausto Olivares (hijo) con su actitud de firme conferenciante, nos fue deleitando con una serie de monólogos, interrumpidos oportunamente con diálogos mantenidos con un duende Garcíalorquiano, que increpaba al artista acerca de los circunloquios a los que estaba dirigiendo sus palabras estremecedoras e irónicas, que nos mostraron que no nos encontrábamos ante una conferencia vulgar, sino que el conferenciante se había transformado en un auténtico actor al que, con solo cambiar el gesto en su rostro, provocaba el impulso del espectador en la butaca.
Sin embargo, la sorpresa estaba aún por llegar. Fue entonces, cuando el famoso y revelador cuadro de Fausto (padre), La Celestina, permanecía proyectado en el centro del escenario. En ese momento, apareció en escena Melibea, tras la noche de pasión con Calixto, y momento en que descubre el fatal desenlace de su amado, mezclando su dolor con el temor a la posible reacción de su padre. Brillante interpretación de Mirella Rodríguez dando vida a este personaje de una obra única en la literatura española.

La interpretación de Mirella se iba entremezclando con la interpretación de Fausto (hijo) que se deslizaba en su propio papel, director de teatro. Así fue que asistimos a una escena pedagógica acerca de cómo el actor ha de mostrar sus emociones, siendo Mirella una alumna en la que todos vislumbramos una gran actriz. Todo trasladado con absoluta perfección, sin cabos sueltos, como si los dos actores hubiesen pasado horas acariciando cada detalle, algo que demostraron al público. Finalmente, la Melibea de Fausto representó la escena de forma magistral.
Emocionantes momentos que sirvieron para tener más cerca el dramatismo de la obra pictórica de Fausto Olivares Palacios. Algo que significa mucho para todos aquellos que tenemos una obra suya presidiendo nuestro salón. Fueron momentos de orgullo ver a un gran director de teatro, Fausto Olivares Gerardin, sobre las tablas, sabiendo que es nuestro, que le parió el mismo barrio que yace a los pies del propio teatro. Acaso entonces, muchos rescatamos del olvido los maravillosos versos de Françoise Gérardin, compañera de vida de Fausto (padre) y autora de parte del milagro de Fausto (hijo).

Fue absolutamente acertada la inclusión en la obra, de una secuencia de La Celestina, joya de la literatura. Como también sorpresiva, algo que cautivó al público en todo momento. Si tuviese que elegir un objeto para describir la obra que Fausto Olivares Gerardin nos regaló esa tarde, diría que fue como una Matrioshka, como esa inquietante sensación que dentro de una muñeca hay otra más, de menor tamaño pero con más grandeza. Una sorpresa a cada paso, la clave del triunfo y lo que hizo que el público no pudiese apenas parpadear para no perderse ni un solo detalle de todo aquello que formábamos parte, pues fuimos testigos directos.
La obra llegó a su fin pero lo que no finalizaron fueron los aplausos. Fueron minutos y minutos ininterrumpidos de aplausos, aplausos que, sobre todo, venían impulsados por las alas del corazón. En aquellos momentos, imaginé que Fausto sentía que tenía a sus pies el barrio de la Malena, barrio del quejío flamenco, barrio de leyendas y arte, el barrio de su infancia y juventud. Quise pensar eso y que se sentiría orgulloso de aquello. Pero, ante la magnitud de los aplausos, pronto comprendí mi equivocación: En aquellos momentos Fausto Olivares Gerardin tuvo el mundo entero a sus pies.