“La fuerza de las palabras”, por Javier García Gago.

Javier García Gago.

El lenguaje es como los hijos, que a pesar de que nosotros queramos proyectarnos en ellos, tienen vida propia. Las palabras, los términos, los vocablos, los significados, incluso la pronunciación y la grafía, son patrimonio de la sociedad y evolucionan con los tiempos y con ella, sin que nadie pueda controlar o dirigir su destino. Por eso las palabras importan. En Galicia sabemos mucho de eso, ya que la grafía, después de años de tradición oral (durante los llamados siglos oscuros), determinó el divorcio entre nuestro idioma y el portugués, que hasta ese momento habían sido uno. Es una constatación evidente de la fuerza de las palabras.

Por eso conviene no banalizarlas y utilizarlas adecuadamente, porque su mal uso puede cambiar su significado. Por ejemplo, según el diccionario panhispánico de dudas, “golpe de estado” es la usurpación violenta del gobierno de un país. Pues no parece que los tildados reiteradamente de golpistas, se mire como se mire, hayan usurpado violentamente gobierno alguno. Igualmente, la RAE define exilio como expatriación, generalmente por motivos políticos… y tampoco parece que los autodenominados exiliados hayan tenido que sufrir expatriación alguna sino, más bien, viajes voluntarios en maleteros y similares por motivos estrictamente judiciales. Lo mismo puede decirse de los llamados presos políticos, que si, son políticos, pero están presos también por cuestiones estrictamente judiciales. Es lo que tiene la separación de poderes de los Estados democráticos: que los jueces juzgan. Y las sentencias pueden gustar o no, pero hay que acatarlas. Del mismo modo, la RAE define terrorismo como “sucesión de actos de violencia ejecutados para infundir terror”. Resulta evidente, en consecuencia, que ni repartir panfletos, ni tan siquiera defender la actuación de terroristas, es terrorismo. En todo caso, para ser terrorista es necesario practicar actos de violencia. Y es claro que la gran mayoría de los calificados como terroristas en los últimos tiempos no han practicado en su vida un solo acto de violencia.

Y es que parece como si algunos quisieran que ciertos vocablos pierdan su sentido, lo que acaba rebajando la percepción de gravedad de lo que en realidad significan. Es como descafeinar la historia. Y no conviene olvidarse de lo que significan. Golpe de estado es lo que se produjo en este país el 18 de julio de 1936, y se tradujo en un millón de muertos. Un millón, con seis ceros. Eso es un golpe de estado. El dictador mató, después de la guerra que siguió al golpe de estado, entre 75.000 y 400.000 personas según las distintas fuentes. Eso es terrorismo. ETA mató en toda su historia a 857 personas, 829 de ellas tras la muerte del dictador. Eso, también es terrorismo. Exilio es la suerte que corrieron los cientos de miles de españoles que tuvieron que huir tras la guerra civil, entre ellos Lluis Companys, que posteriormente fue detenido por la Gestapo y entregado a Franco para que lo torturase y lo fusilase. Particularmente me parece una falta de respeto hacia todos los exiliados que ciertos sectores sociales trivialicen el sufrimiento de muchos llamando exilio al viaje voluntario de algunos. Y por último, presos políticos son todos aquellos que llenaron las cárceles y los cementerios durante esa oscura época en la que ser detenido por motivos políticos era un riesgo diario para la vida.

La historia nos enseña el auténtico significado de las palabras, y conviene no olvidarlo. Conviene no olvidar ni el atentado de Hipercor, ni la matanza de Badajoz, ni el bombardeo de Gernika, todos ellos actos de terrorismo encaminados a infundir terror en la población civil. Conviene no olvidar ni el terrorismo de Estado ni el que después pretendió coartar nuestra libertad. Conviene no olvidar ni el sufrimiento del exilio ni el de los presos políticos. Porque los pueblos que desconocen su historia están condenados a repetirla (aunque la frase original de Santayana fuese “those who cannot remember the past are condemned to repeat it”, no por ello este aforismo a él atribuido es menos acertado). Por eso es importante utilizar bien el lenguaje y no vaciarlo de contenido, para tener presente la historia. Porque la ignorancia de las experiencias pasadas impide que extraigamos sus enseñanzas (que es el sentido original de la frase de Santayana, si bien aplicada a los individuos y no a las sociedades, que la experiencia es el factor esencial del aprendizaje). Por eso es peligrosa la banalización del lenguaje.

Las palabras importan, claro que importan. De ahí la importancia que dan algunos a construir un relato que convenza, aun cuando las palabras pierdan su autentico significado en un continuo apelar a la visceralidad y a la emocionalidad, a costa de anestesiar la razón. Porque solo ellas, las palabras, tienen la virtualidad de cambiar la historia. Con un cambio de palabras, un golpe de estado se convirtió en el “glorioso alzamiento”. Unamuno, que conocía mejor que nadie la fuerza de las palabras, dejó para la historia aquella frase lapidaria de “venceréis, pero no convenceréis”. El problema es que ahora lo que se impone, aún a costa de desvirtuar la historia, es convencer para vencer.

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