La crema de la intelectualidad

Miguel Córdoba

Por Miguel Córdoba, economista.
En el año 1948, el genial compositor Agustín Lara compuso, o al menos se le atribuye, ya que hay algunas voces discordantes, el chotis Madrid, en el que en una de sus estrofas aludía a la gente que acudía a “Chicote”, el equivalente de la posguerra a los actuales bares de copas, y a la que calificaba como la “crema de la intelectualidad”. Han pasado muchos años, y de aquella intelectualidad no queda mucho. Baste con mirar un poco al noreste de España, y podremos comprobar que alguien a quien se califica de “culto” por parte de la gente que le conoce, se atreve a lanzar soflamas que casi darían de entera al propio Joseph Goebbels en 1941, en pleno apogeo de la Alemania nazi.
Es cierto que el apelativo de intelectual ha sufrido diversas mutaciones desde que Ortega y su grupo discutían en el café Granja del Henar en la madrileña calle de Alcalá. Por aquel entonces, un intelectual era una persona cuya cultura se le suponía, y que además tenía criterio, amén de que normalmente había ido a la Universidad porque quería aprender, y no solamente para sacarse un máster con convalidaciones y con trabajos prestados, sino porque quería saber más, estar toda su vida aprendiendo cosas y, a su vez, enseñándoselas a otros que también quisieran aprender. En suma, la esencia del espíritu universitario.
Hoy en día, no nos quedan intelectuales de aquel porte, sólo oportunistas que tratan de confundir a las masas diciéndoles que tienen muchos papeles que dicen que saben mucho, pero que realmente sólo significan que han conseguido que alguien firme un papel, algunas veces en barbecho, en el que se dice que esa persona ha cumplido con un conjunto de requisitos burocráticos, los cuales permiten, por ejemplo, que se convaliden 18 asignaturas de un total de 22, o que se apruebe la mitad de la carrera en un año, previo traslado de expediente a un centro ad hoc.
España dejó de tener su identidad cuando perdió a sus intelectuales, y estos no encontraron recambio. Incluso en la época de Franco había muchos más intelectuales que ahora, aunque se escondieran en las cavernas y tuvieran miedo de decir lo que realmente opinaban. En la actualidad, se tilda de “culto” a una persona que se atreve a cuestionar los más básicos principios democráticos, como pueden ser la igualdad o la solidaridad entre las personas bien nacidas, y que, además, se permite insultar al resto de los ciudadanos del país, simplemente porque él ha nacido en lo que considera una tierra “superior” al resto de las demás. El cuadro lo complementan la apología del insulto, el desprecio y el mirar por encima de las lentes al resto de la humanidad, que no debería permitirse respirar el mismo aire que alguien tan “culto” e intelectual como él.
En condiciones normales, una persona así debería de militar en una organización que fuera coherente con sus ideas, como, por ejemplo, el ya desaparecido CEDADE, que precisamente se constituyó en Barcelona en el año 1966, y discutir en sus reuniones de la procedencia aria de determinados colectivos de cierta región al nordeste de nuestro país. Pero, da lo mismo, puesto que en esa deriva enloquecida que siguen algunos, hasta los partidos de la extrema izquierda más radical, permiten que un energúmeno de esta calaña acceda a ocupar un puesto institucional para el que se requeriría a alguien capaz de aglutinar esfuerzos y tirar para adelante con una región que tiene serios problemas, sobre todo económicos, a pesar de lo que piensan los que creen que su tierra será la Arcadia cuando dejen de “robarles”.
Como diría el periodista Josep María Francás, “no entiendo nada”. Un intelectual debería ser algo así como un ciudadano del mundo, alguien al que sólo le debieran importar las ideas, el bien común o los avances de la sociedad, en lugar de dónde ha nacido uno, qué idioma habla, qué raza tiene, etc. La democracia es algo más que un sistema D’Hondt que permite que los que sacan menos votos en unas elecciones, sean los que finalmente gobiernen una determinada comunidad autónoma o un país. Ser demócrata es respetar a los demás, y asumir que tienen los mismos derechos que nosotros mismos. Ser demócrata es no ver a los demás como inferiores, ni insultarlos, ni querer que desaparezcan, porque alguien les ha dicho que son la crema de la intelectualidad, y encima se lo han creído. Ser demócrata, en fin, requiere unas ciertas dosis de humildad, de ver a los demás como seres humanos que tienen los mismos derechos y obligaciones que nosotros, y si, por mera cuestión genética, se tiene una mayor capacidad intelectual que la media, no hacer alarde de ello, tratar de comprender a los que no han tenido esa suerte, y poner esas capacidades al servicio de la comunidad y, si es posible, sin esperar recibir nada a cambio, salvo la satisfacción del deber cumplido, como hace tiempo se decía en los ambientes castrenses.
Un camarero o una “kelly” pueden tener muchas más virtudes, criterio y sentido común que alguien que ha pasado por las aulas universitarias, y que lo que ha aprendido es a minusvalorar a los demás y a hablarles despectivamente. Pocas veces he sentido tanto asco cuando he leído lo que ha sido capaz de escribir este individuo. Me gustaría saber si los que se califican como gente de izquierdas han sentido lo mismo que yo y, en ese caso, que me expliquen por qué han permitido que se siente en ese sillón alguien que lo único que parece anhelar es retornar a una sociedad clasista y excluyente. Es una pena para él que, en este caso, no se pueda usar el RH negativo como argumento, ya que en el nordeste de España hay la misma mezcla de iberos, cartagineses, romanos, visigodos y árabes que en el resto del país, y yo diría que más, porque esa región ha sido siempre zona de paso y tierra conquistada y, por mucha “identidad” que se quiera inventar, un conde, vasallo de un rey, significaba lo mismo en cualquier reino medieval de la península.
Así que, Señor mío, le deseo que su reinado sea corto, que no haga demasiado daño a su pueblo y que vuelva al anonimato cuanto antes. Es simplemente por el cuidado de la salud mental del resto de los españoles no supremacistas, y que hasta ahora no habíamos tenido el “gusto” de leerle.
Y como diría el insigne cantautor Joan Manuel Serrat al finalizar una de sus canciones, “…Dios y mi canto saben a quién nombro tanto”.

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