Kanagawa

Gonzalo González Carrascal.

Por Gonzalo González Carrascal · @Gonzalo_Glezcar.
Amenazadora. Deletérea. Rota y rasgada. Sus garras inaprensibles se ciernen sobre los ocupantes de la embarcación. Envueltos por la intimidante sombra del denso muro líquido que se eleva frente ellos, los resignados tripulantes se agazapan en la popa aguardando el embate. En pleno tráfago por su supervivencia, conmocionados por el trémulo vaivén de una mar picada, y bajo un plomizo cielo umbroso, el alcance de su perspectiva queda limitado a la mera superación del próximo envite. Alguno de ellos, cabe imaginar, alza su miraba sobre las agitadas cabezas de sus compañeros en suerte -haciendo acopio de fortaleza- tratando de atisbar en el proteico y desesperanzado horizonte alguna referencia. Su irritada mirada por el salitre acaso alcanza a ver emerger a babor una nueva ola que crece en la promesa de una inquietante forma amenazante. Torna su rostro. A estribor, un sempiterno nevado monte Fuji parece surgir confundido del espumoso rizado marino. Su silueta, apenas distinguible del oleaje, quizá le permita pensarse conocedor de un asidero en su desaliento. Inmutable referencia en el devenir de formas líquidas emergentes del abismo.

Gran ola de Kanagawa.
Gran ola de Kanagawa.

Como los desdichados ocupantes de la embarcación -que Katsushika Hokusai perfilara-, zozobramos acosados permanentemente por la conmoción de un medio político que nos impide vislumbrar referente alguno. Navegando a estima bajo la plúmbea grisura de un aciago cielo -que estos malhadados tiempos niegan luz alguna en su firmamento-, un espumoso oleaje informacionalmente convulsionado mimetiza y oculta todo referente que trueque fluidez en firmeza, igualando la aparente consistencia de las rizadas formas que perfilan el horizonte. Surgiendo así, ante nuestros ojos, la portentosa aparición de oleadas de líderes homogénea e indiferentemente insubstanciales, así como peligrosamente ignorantes que, grotescamente magnificados bajo el prominente palio mediático al servicio de un execrable statu quo garante del amaño del juego, hacen de la sociedad presa. Amenazadoras. Destructoras. Sus garras inaprensibles se ciernen sobre nosotros. Conformando así una sociedad sierva y zarandeada en sus acometidas. Hastiada en su convulsión. Huérfana y desnortada.

La desesperada búsqueda, en el tempestuoso horizonte, de aquella solidez que permita advertir certeza alguna impele al deseo a querer ver la montaña allí donde parece surgir una forma semejable. Referente firme que se niega a aparecer. Ante tal desvalimiento, la pretendida promesa que arrastre consigo cualquier nueva ola surgente -que pueda alimentar nuestra esperanza-, en nada cambia ni la comprometedora inanidad que encierra la realidad de su propia condición ni la desorientación que nos aqueja, y que ésta en nada palia. Así como tampoco la inmutabilidad en su propósito: apartar la atención de nuestra mirada del escrutinio de toda posible referencia solvente, forzándonos a concentrar toda nuestra atención en la novedad del embate permanente de una forma fútil más, que pretende presentársenos consistente.

Piélago de formas. Un sinuoso horizonte emergente hostiga. Tan magnificado en su porte como vacío y peligroso en su esencia. Perdidos en un mortífero laberinto líquido, los resignados tripulantes se agazapan aguardando el embate de otra ola más rigiendo sus movimientos. Aturdidos por la incertidumbre de no saberse dónde, más allá del vaivén que unas corrientes que ignoran les imponen. Incapaces siquiera de estar seguros ya de reconocer en la lontananza el perfil recortado de un Fuji que pueda arrojarles la promesa de una solidez cierta que añorar.

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