Hace ahora un siglo

Por Eusebio Lucía Olmos.
España entró en el breve siglo XX en pleno deterioro del sistema político de la Restauración, iniciando un importante proceso transformador de su antigua estructura social, propia de un país escasamente industrializado, con fuerte predominio del sector agrario, e incrementándose la continua despoblación del interior hacia la periferia, siendo los primitivos núcleos de industrialización catalán, vasco y asturiano, además de la Corte misma, sus principales polos de atracción. El Estado actuaba como principal valedor de la clase oligárquica dominante, formada por viejos terratenientes y modernos hombres de negocios, que en muchos casos eran a la vez inversores extranjeros. Mientras tanto, permitía que las condiciones laborales de los trabajadores fueran verdaderamente penosas, con largas jornadas y carencia total de cualquier cobertura social, a cambio de exiguos e insuficientes salarios. Las notables deficiencias en sus viviendas y alimentación, así como sus escasas posibilidades de acceso a los servicios sanitarios e higiénicos suponían importantes frenos al general incremento de la esperanza de vida, que iba mejorando sustancialmente en el resto de la sociedad. Para luchar contra ello, los propios obreros trataban de paliar tan negativas circunstancias montando por su cuenta cooperativas y sociedades de socorros mutuos. Otros, simplemente buscaron su propia salida al mísero panorama con el que se enfrentaban emigrando a otros países, fundamentalmente a América.
En definitiva, España sufría su propio proceso de transformación, intentando aproximar su comportamiento demográfico al del resto de los países europeos, aunque fuese bastante más lenta su evolución, al igual que la de sus índices educacional y formativo. Al comenzar el siglo, seis de cada diez españoles eran analfabetos, porcentaje que se elevaba a límites mucho más alarmantes si se refería únicamente a las clases que disponían de menores recursos económicos. En el aspecto constitucional, seguía vigente el viejo texto de 1876, limitador de los cauces de convivencia de una vida política, que se decidía en el pequeño despacho real del madrileño Palacio de Oriente, y se le daba forma en el hemiciclo del Congreso de los Diputados de la cuesta de San Jerónimo.
La oficial neutralidad española ante el conflicto armado europeo, mientras mantenía el suyo propio en el norte de África, supuso la recepción de una generalizada demanda de materias primas y manufacturadas que los beligerantes eran incapaces de producir. Propietarios vascos, catalanes y asturianos, o cerealistas castellanos, obtuvieron así rápidos y enormes beneficios con la venta de sus barcos, tejidos, carbón y trigo. Apareció así un buen número de especuladores que aprovecharon la favorable coyuntura para llevar a cabo sus más rentables negocios. Estos «nuevos ricos» que iban entrando a formar parte de la burguesía, se caracterizaban por la notable diferencia entre el grado de desarrollo de sus niveles cultural y económico, así como por su acusada carencia de conciencia social. Pero, tal aluvión de entrada de capitales no tuvo por ello reflejo alguno en el bienestar general, pues en su mayor parte provenían de la especulación sobre las materias imprescindibles para la vida de los españoles, que les eran sustraídas para dedicarlas a tan lucrativa exportación.
Entre 1913 y 1918, los precios se duplicaron para todos, mientras que los salarios se incrementaron únicamente en un 30% a los que tenían la suerte de conservar su puesto de trabajo. Y el gobierno no hacía nada por solucionarlo. Tan importante deterioro de la situación socioeconómica – “el problema social» – motivó que en mayo de 1916 las dos grandes centrales sindicales decidieran su radicalización, uniendo por vez primera sus acciones reivindicativas. Socialistas y anarquistas dejaron así momentáneamente aparcado su antiguo y visceral antagonismo en aras de un bien superior. El paro general de 24 horas realizado en el mes de diciembre fue el más importante conocido hasta entonces, pero la total inacción de los sucesivos gobiernos en la búsqueda de soluciones obligó a la clase trabajadora a endurecer más aún la demanda de aquéllas.
El proceso culminaría con la precipitada convocatoria conjunta de una huelga general revolucionaria en agosto de 1917, que significó al mismo tiempo – por la coincidencia de otros dos factores igualmente decisivos, como fueron el malestar del Ejército, así como la movilización por parte de la burguesía catalana de todos los políticos progresistas del país – el punto culminante en la crisis de la monarquía de Alfonso XIII y del sistema de la Restauración, provocando su debilitamiento irreversible. Pero el movimiento huelguístico, inexpertamente organizado y seguido por la población de manera muy desigual, fue inmediatamente descabezado y reprimido con extrema dureza por las mismas fuerzas del ejército con las que se pensaba contar, dejando al descubierto las verdaderas intenciones de cada organización implicada en el mismo. Los firmantes del manifiesto convocante fueron pronto detenidos y sometidos a un severo consejo de guerra, que les condenó a reclusión perpetua. Sin embargo, la enorme movilización que provocó su condena supuso una inmejorable campaña electoral que les catapultó a los escaños de diputados en los comicios celebrados seis meses más tarde. De esta manera, el aparente fracaso del movimiento revolucionario de agosto se convirtió en un inesperado triunfo, y el único obrero que hasta entonces había defendido los intereses de los trabajadores en el Congreso de los Diputados pasó a formar parte de una minoría parlamentaria de seis “voceros de los asalariados”. A partir de ese momento comenzó el verdadero crecimiento de la organización obrera y su intervención política en las instituciones burguesas.
Pero, a lo largo de los catorce meses que duró este histórico proceso de acercamiento de ambas centrales sindicales, quedaron patentes las diferencias que habían venido separando a las dos ramas del movimiento obrero, a pesar de provenir de un tronco común, por lo que incluso había familias que contaban con miembros en ambos grupos. En la Confederación Nacional del Trabajo convivían seguidores de las distintas tendencias anarquistas con sindicalistas ortodoxos. Continuaban defendiendo la «acción directa», al margen de cualquier marco legal vigente o mediación alguna, al tiempo que mantenían la declaración expresa de su apoliticismo. Las nefastas circunstancias vitales que sufría gran parte del proletariado suponían un buen acicate para incrementar constantemente el número de sus seguidores. Por todo ello, no todos sus miembros vieron con buenos ojos el acercamiento táctico a los burócratas «socialeros», tanto por su excesiva lentitud en la organización del ansiado proceso revolucionario, como por la compatibilidad de sus acuerdos con determinadas fuerzas burguesas, por mucho progresismo republicano que defendieran.
La Unión General de Trabajadores, por su parte, tras una etapa de ininterrumpida expansión, estaba sufriendo una importante pérdida de afiliación, consecuencia del negativo resultado de muchas de sus acciones reivindicativas, así como de la zigzagueante política de su clase dirigente, la misma que la del partido socialista. Sin embargo, su censo estaba sufriendo también una transformación cualitativa, accediendo a ella nuevos miembros provenientes de capas medias de las sociedades urbanas, que venían facilitando el acercamiento a los partidos republicanos, tradicionales enemigos hasta entonces. La llegada de las confusas primeras noticias sobre la revolución que se estaba llevando a cabo mientras tanto en la lejana Rusia no fue determinante en el proceso que en España se estaba gestando, como algunos aseguraban. Cierto es que la permanente atención que todos los sectores de la vida española dispensaban a la situación interna, no significaba que quedase ignorada la evolución de aquellos distantes acontecimientos, pero las raíces del movimiento antisistema estaban ya echadas cuando llegaron las noticias del otro extremo de Europa. La burguesía vivió aterrada lo que suponía un peligrosísimo ejemplo a seguir por las masas obreras; las clases populares más concienciadas lo hicieron, sin embargo, entre alborozadas y expectantes por igual motivo. En cualquier caso, sus consecuencias más directas para el partido obrero español se vivirían dramáticamente durante los años veinte.

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