Hace ahora un siglo (14)

Por Eusebio Lucía Olmos.
Uno de los primeros días de aquella primavera de 1916, el famoso compositor catalán Enrique Granados y su esposa, que regresaban a España tras asistir en Nueva York al estreno de su ópera «Goyescas», habían fallecido al naufragar en el Canal de la Mancha el buque británico Sussex, torpedeado por un submarino alemán cuyo comandante reiteró el consabido argumento de que había confundido el navío, que realizaba el servicio regular entre Folkestone y Dieppe, con un barco aliado destinado al transporte de tropas. De las trescientas veinticinco personas que se encontraban a bordo, perecieron unas ochenta, entre ellas varios estadounidenses. Con esta nueva acción, la marina alemana incumplía la promesa de su canciller que había condenado el ataque a cualquier barco de pasajeros, provocando que el presidente norteamericano, Wilson, rectificase su obstinado rechazo a la participación de su país en el conflicto. El mandatario sintió un especial escalofrío cuando tuvo noticia de este hundimiento. Tras insistentes y reiteradas peticiones oficiales, había conseguido disfrutar de una audición del músico español, también excelente intérprete, en la mismísima Casa Blanca. En la recepción posterior, tuvo ocasión de aconsejar a éste la manera más segura de regresar a Europa. Por esa especial razón sintió helársele la sangre en sus venas cuando conoció el torpedeamiento. Entre muertos, heridos y desaparecidos, la guerra se había cobrado ya unos cinco millones de víctimas.
Mientras tanto, la sociedad española se polarizaba más cada día. Las clases pudientes vivían como si la guerra no existiese. Continuaban beneficiándose de sus consecuencias, y enriqueciéndose como nunca, pero hacían como si la crisis nacional no les afectase lo más mínimo. Se esforzaban, sin embargo, en poner en práctica las costumbres que se iban introduciendo en el país, arrinconando rápidamente las antiguas, y desterrando sobre todo –eso sí– la general hipocresía que hasta entonces había venido presidiendo las relaciones personales. La alta sociedad madrileña vivía más intensamente aún esta transmutación. Más que la calidad de la persona o la nobleza de su apellido, empezaba a darse importancia a la «fachada» que mostrase aquélla. Las clases adineradas comenzaron a dar más valor que nunca a la apariencia externa, a la estética del cuerpo, al modo en que se presentan sus individuos ante la sociedad. No era extraño poder contemplar cualquier tarde de aquella primavera, un grupito de bellas mujeres pertenecientes a la burguesía madrileña, vestidas según la última moda y suavemente maquilladas, sentadas con sus piernas cruzadas la una sobre la otra sobresaliendo de sus estrechas y acortadas faldas, tras el velador de cualquier terraza del Paseo de Rosales, mientras consumían sus copitas de coñac o whisky y fumaban sus perfumados cigarrillos egipcios. Con esas nuevas posturas exhibían no sólo los tobillos sino incluso buena parte de las pantorrillas bajo sus finas medias de seda, mientras se empolvaban coquetamente la nariz o retocaban el «rouge» de sus labios, a la vista de todo el que por allí pasara. La media era ahora la prenda que mejor permitía mostrar el grado de coquetería de la mujer, por cuanto ocultaba y dejaba ver a un mismo tiempo, provocando la excitación sexual del espectador. El hábito de fumar se había extendido también entre las mujeres de las clases altas, siendo la propia reina una de las mayores aficionadas. De igual manera, el manejo de las largas boquillas entre sus dedos, así como la manera de echar el humo por su boca, se convertirían en nuevos elementos de seducción, lo mismo que lo habían sido hasta entonces los abanicos y su forma de manejarlos.
Los varones de estas clases adineradas, por su parte, comenzaron a seguir el prototipo del «sportman» inglés, practicante de determinados deportes importados –football, tennis, polo, cricket…–, a la vez que acudían simultáneamente a los baños turcos a deshacerse de las toxinas acumuladas por otros motivos menos saludables, como el exceso de opíparas comidas y la frecuencia del consumo de bebidas. La apertura con excesiva asiduidad de las lujosas cajitas en que guardaban la jeringuilla con la que inyectarse opio o morfina, fue también costumbre usual y extendido vicio que pronto trasmitirían a su vez a las mujeres de su clase, al igual que les acompañaban ya también en las inhalaciones de éter o en el consumo de cigarrillos de kif. Pero ahora la moda en estas altas clases era aplicarse la inyección en las venas del pliegue del brazo. Los modernos music-halls eran excelentes dispensarios de los más innovadores estimulantes. Todo ello lo podían llevar a la práctica durante el escaso tiempo que les dejaba libres su necesaria atención a sus bellas y caprichosas «demi-mondaines», así como su continua concurrencia a los locales públicos o privados dedicados al juego, que proliferaban por doquier en todas las ciudades y pueblos, sin que las autoridades hiciesen nada por controlar o clausurar. Desde el más elegante casino a la más sórdida taberna daban alojamiento a jugadores de todas las clases sociales, que en este aspecto en poco se diferenciaban, como no fuera en la ubicación y decoración del local en que se desarrollaba la partida y en las cantidades apostadas. Tanto los naipes como las ruletas consiguieron igualar las costumbres de una sociedad, en otros aspectos cada día más distanciada. Por otra parte, la construcción de modernos y amplios trinquetes que encerraban los clásicos frontones para el juego de pelota, y la introducción de un sistema de apuestas organizadas sobre sus partidas, reactualizó tan antiguo juego. Incluso tradiciones tan profundamente españolas como las corridas de toros empezaron a sentir la competencia de estos modernos espectáculos. En las tapas de las cajas de cerillas, los pelotaris fueron sustituyendo a los toreros: Portal, Tandilero, el manco de Villabona, Iraurgui, Aguirre o Irún, vinieron a desplazar a Joselito, Lagartijo, Guerrita, el Espartero, o Mazzantini. Los chicos dejaron de jugar al toro para dedicarse al juego de la pelota, y en cualquier paraje en donde hubiera una pared se organizaba un partido.
Y no digamos nada del balompié. Entre estos miembros de las clases altas, siempre más proclives al snobismo que los de las trabajadoras, se puso tan de moda que incluso ciertos comentaristas de prensa subrayaban en sus reseñas semanales, como signo de cultura y de buen gusto, la mayor concurrencia de espectadores a estos modernos encuentros que a las vetustas corridas de toros, con lo que se fue potenciando lentamente la popularización del, en un principio, tan elitista deporte. No obstante, la cómoda práctica del mismo en cualquiera de los infinitos solares y descampados de las ciudades, así como la necesaria celebración de los encuentros «serios» en campos no completamente cerrados, supuso que enseguida se encontrasen alrededor de todos ellos inmediatos «tendidos de los sastres», que permitían que muchas personas, y sobre todo niños y jóvenes, carentes de los medios económicos necesarios para adquirir una localidad, pudiesen presenciar la exhibición de las habilidades deportivas de que los primeros practicantes profesionales hacían gala. Y se aficionasen también a su práctica, aunque fuese como meros «amateurs».
La vida del país, sin embargo, no discurría por tan plácidos e idílicos parajes como los que frecuentaban las clases adineradas, ocupándose más Romanones de sus propios negocios que de los del Estado. La pasividad del nuevo gobierno, a pesar de lo prometido y de que las elecciones generales del 9 de abril habían reforzado su representación parlamentaria, motivó que la situación económica de los asalariados españoles continuara deteriorándose progresivamente, y se sucedieran de manera cada vez más habitual las huelgas y las manifestaciones contra la continua elevación del coste de la vida y el aumento del paro. Desde comienzos de año, estas acciones de protesta se llevaban a cabo incluso de forma más organizada. Una huelga de la construcción en Barcelona se había convertido enseguida en general, reproduciéndose la situación en Valencia, para continuar inmediatamente en la minería de La Carolina, La Unión y Logroño, y extenderse a continuación los conflictos por casi toda la geografía nacional. La represión era sangrienta, no sólo en el rechazo de las manifestaciones por parte de la fuerza pública y el ejército, sino en las sentencias de los juicios sumarísimos que inmediatamente se incoaban. Algunas de las más fuertes protestas por la inoperancia de Romanones las llevaron a cabo los obreros asturianos, entre los que la radicalización crecía día a día. Comisionaron al presidente de la Federación Socialista Asturiana y delegado regional en el comité nacional del partido, Isidoro Acevedo, para procurar en Madrid una reunión conjunta de los comités nacionales de partido y sindicato, y proponerles la preparación de una campaña nacional que presionara a gobierno y Parlamento, con objeto de poner en práctica las medidas necesarias para conjurar la crisis de trabajo y el abaratamiento de las subsistencias. La iniciativa venía reforzada, además, por cuanto se sabía que los anarquistas gijoneses habían comenzado ya por su cuenta a llevar a cabo acciones reivindicativas sobre tales medidas.

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